Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
En una intervención relativamente reciente, sostenida en la sede de la OEA, el expresidente español Felipe González, afirmó que la expresión “tirano” puede comportar el significado etimológico de “necio”, es decir, de aquel que “no sabe que no sabe” lo que debería saber. Es evidente que existe una diferencia esencial entre el socrático “saber que no se sabe” y el no saberlo, porque Sócrates, con plena autoconciencia de ello, reconoce no saber, mientras que el necio no solo adolece de ella sino que, precisamente por eso, por el hecho de no haber efectuado la experiencia del ejercicio autoconsciente de su no saber, se precipita, poseído por la audacia que caracteriza a los irresponsables, al afirmar creer que sabe lo que en realidad no sabe. Y es que, como observa Hegel, la conciencia sabe lo que no dice y dice lo que no sabe”. Así pues, todo indica que en el fondo de cada tirano se oculta un necio. La pregunta es si, tal vez, viceversa, detrás de cada necio de oculte un tirano.
En los últimos tiempos, en el ámbito político venezolano, y como resultado de la tremenda crisis orgánica que padece su población, decir lo que se sabe a medias, lo que casi no se sabe o lo que definitivamente no se sabe, se ha convertido en una suerte de deporte nacional. Haga el lector un breve ejercicio de abstracción: un vehículo se accidenta en medio de una carretera de una sola dirección y sin retorno, ubicada entre dos montañas que forman una suerte de valle. No hay modo de moverlo. Y su inmovilidad compromete, en consecuencia, el movimiento de miles de vehículos que lo anteceden. La tranca es inmensa. Nadie puede devolverse. Y no parece haber salida. El conductor, nervioso, se baja del vehículo y levanta el capot, para echar un vistazo, a pesar de que no tiene ni la menor idea de la mecánica automotora. No logra entender lo que pudo pasar. Muy pronto, antes de lo previsto, el resto de los conductores se van acercando al vehículo accidentado y, a pesar de que ninguno de ellos posee ni la pericia ni la formación en esa complicada profesión, comienzan, a cuenta y riesgo, a lanzar posibles diagnósticos. Y, así, se inicia el “lanzamiento de flechas”.
“Debe ser que se le salió el TIAR”, dice uno de ellos; “hay que aplicarle un 187 numeral 11”, observa otro, con cierta gravedad; “¡no! –afirma otro–: eso parece arreglarse definitivamente con un proceso electoral”; a lo que, casi de inmediato, otro conductor responde: “Malandro no sale con elecciones”. “Nada podrá repararlo, pues la fecha de expiración definitiva de ese coche es 2021”, sostiene un prestidigitador de oficio, dueño de un Honda “Civic”, un tanto destartalado. Debajo de un árbol cercano, cubriéndose del inclemente sol que azota la carretera, ahora convertida en calle ciega, un conductor que permanecía en silencio, espera el momento oportuno para dar muestras de sus avezadas experiencias automotrices: “Se le dañó el secuestro. En estos casos, las negociaciones son parte de la naturaleza humana del motor. Todo humano tiene un motor y la condición sine qua non de todo ser humano es la de negociar. Eso sí: cuando se negocia, la moral queda suspendida. La negociación carece de moralidad. Esa es la única forma de reparar el vehículo, estableciendo una relación ‘ganar-ganar’ que permita que las partes del motor que han sido dañadas sean reparadas por la pieza que las dañó”.
¡Válgame Dios!, como solían decir los caraqueños de antes. Esto sí que es toda una auténtica metafísica automotriz. El No-Yo de Fichte acaba de sufrir un revés porque, de hecho, se ha revertido contra el Yo puro –purísimo– de su artífice. Lo más sorprendente de semejante argumentación –y conviene recordar que, según Aristóteles, la filosofía comienza con el estupor– es la relación, o más bien la diferencia, que se establece sin empachos entre ser humano y ser moral. Y es que, más allá de toda posible figuración, tales consideraciones han sido efectivamente formuladas en un artículo de reciente data, cuyo título reza “Sobre la negociación y Barbados”, que comienza con una cita de Adam Smith: “No es la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses”. Su argumento central: todos los seres sociales negocian. Lo hacen para satisfacer sus intereses individuales, de los que surge “el bien común”. Antes que homo faber el hombre en un negotiator. En consecuencia, los hombres son negociantes por naturaleza. De tal argumentación se podría concluir que, por ejemplo, Hermes no es la simbolización del resultado de la actividad sensitiva humana, de su historicidad, sino su premisa “natural” simbolizada.
La inclinación de convertir presuposiciones en verdades no es nueva. Incluso hay quienes creen que una media verdad es toda la verdad, transmutando lo particular en universal y lo abstracto en concreto. Si la benevolencia de un médico fuese exclusivamente su propio interés es muy probable que no se esté hablando de un médico. ¡Y no se diga de un profesor! Si lo que distingue a los hombres del resto de los seres vivos es el haber logrado conquistar la moralidad, ¿cómo podría ser esta suspendida en una negociación entre los secuestradores de unas víctimas y sus familiares?, ¿cómo poner entre paréntesis la moralidad en el momento de semejante negociación? ¿No es moral la premisa de tal negociación?, ¿o es que salvar a las víctimas de semejante flagelo no es un acto moral? No se negocia porque se haya suspendido la moral sino precisamente porque se reafirma, al proponerse la liberación de los secuestrados.
Es cierto que la negociación es una de las prácticas más antiguas y características de la entera humanidad. Por años le han achacado a Maquiavelo la responsabilidad de haber dicho que “el fin justifica los medios”. Hace unos cuantos años, quien escribe tuvo el honor de traducir El Príncipe. Fue publicado por los Libros de El Nacional. La frase que se le atribuye al gran pensador florentino no figura por ningún lado, entre otras cosas porque atentaría contra el resto de la obra, la cual, a pesar de los prejuicios sembrados en su contra, es una joya de profundo contenido ético, tanto que se propone unificar y liberar a Italia de sus opresores. La misma expresión “negocio” comporta un profundo sentido axiológico: negotium es la negación del ocio –nec-otium–, es decir, significa ocuparse, trabajar, producir. No hay un negotiator que no sea un homo faber, que no cumpla con el divino mandato de “ganarse el pan con el sudor de la frente”. El malandro no trabaja. El secuestro no puede ser considerado como un trabajo. El asunto, en consecuencia, se concentra en el qué, cómo, cuándo, dónde y por qué se negocia. Pero sobre todo: en el con quién se negocia. Y valdría la pena saber si es posible establecer algún tipo de negociación con quienes se representan la eticidad como un prejuicio de pequeños burgueses. Cuando uno de los términos se niega a reconocer al otro término, cuando usa el mecanismo del negotium como su negación abstracta, como otium, entonces la supuesta negociación no es más que una desgracia.
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