Publicado en: El Nacional
Por: Tulio Hernández
“¿Tú sabes por qué en Estados Unidos no hay golpes de Estado?”, pregunta alguien. El otro responde que no. Que no sabe por qué. “Porque no hay Embajada de Estados Unidos”, responde el primero. Risas.
Es un viejo chiste del siglo XX. De los años setenta. Momento cuando Estados Unidos ya había intervenido en Cuba, invadido República Dominicana, apoyado los golpes de Somoza, Pérez Jiménez y Trujillo y, a comienzos de esa década, organizado la sangrienta asonada militar que terminó con el proyecto político y la vida de Salvador Allende y miles de chilenos más.
Por entonces se habían ido perfilando en la América reunida en la OEA tres grandes doctrinas frente a los asuntos internacionales. Las explícitas, de Venezuela y México. Y la implícita pero irrevocable de Estados Unidos.
México, bajo el mando del PRI, desarrolló el principio de no intervención en asuntos internos de otros países. Una manera, quizás, de prever que nadie lo hiciese en los suyos. Venezuela, en lo que se conoció como doctrina Betancourt, decidió en cambio romper relaciones con todos aquellos países donde ocurrieran golpes de Estado y se instauraran dictaduras militares. Una manera, obvio, de impedir el regreso al nuestro de la amenaza mayor, el militarismo, que había impedido la construcción de la democracia. Y Estados Unidos intervenía cuando, donde y como le diera la gana, siempre que sus intereses económicos y geoestratégicos se vieran amenazados.
El ejemplo mejor fue la Revolución cubana. Estados Unidos emprendió la nefasta invasión de Bahía de Cochinos, el Carmonazo de allá que apuntaló in eternum el comunismo cubano. El gobierno de Rómulo Betancourt, sin titubear, rompió relaciones con el de Castro. Pero el de México se declaró neutral, debilitando así la presión internacional contra la tiranía naciente pero dejándole una válvula de escape a la nación caribeña.
En su primer gobierno, Carlos Andrés Pérez se desmarcó de la doctrina y abrió de nuevo la embajada en Cuba. Muchos otros gobiernos latinoamericanos siguieron su ejemplo, normalizando así la presencia del totalitarismo caribeño en el seno de la comunidad iberoamericana que, paradójicamente, se hacía cada vez más democrática.
Recientemente, Peña Nieto también rompió en México con la tradición no intervencionista y se sumó al Grupo de Lima apoyando la presión internacional contra la tiranía de Maduro. Pero, en cambio, Uruguay del Frente Amplio y Ecuador de Moreno (no de Correa), ambos gobiernos democráticos, en el último duelo diplomático a propósito de las lecciones amañadas del 20 de mayo, optaron por la neutralidad.
De alguna manera se cuidaron de verse involucrados en la, para algunos inminente, invasión norteamericana a Maduro, que resucitaba el fantasma de las intervenciones armadas estadounidenses que dieron origen al término “gringo”. Grenn go home.
En el presente, tal como lo ha anunciado su futuro canciller, el gobierno de López Obrador ha dicho que, frente a las tiranías de Ortega y Maduro, reavivará la tradición priista de no intervención. Seguramente lo mismo habría hecho Petro de haber ganado Colombia, y hará Lula, si llega a ganar, como lo anuncian las encuestas, en las próximas elecciones de Brasil.
El socialismo del siglo XXI como proyecto internacional ya está muerto. Pero no lo está el temor sempiterno frente al intervencionismo del imperio del norte en un momento cuando aparecen nuevos gobiernos de izquierda o socialdemócratas que, como lo hizo Pérez con Cuba en su momento, no están dispuestos a cerrar filas a ciegas con Estados Unidos.
Conclusión: la oposición venezolana, cuando renazca, está obligada a revisar sus estrategias de lobbying internacional. Con los nuevos gobiernos que son de izquierda pero no forman ya un bloque fanático en torno al “legado” de Hugo Chávez, y tampoco reciben ya de Pdvsa mesadas sauditas, es indispensable dialogar.
Los gringos, los rusos y los chinos, los españoles del PSOE y del PP también, han demostrado que las relaciones internacionales son una de las dimensiones más pragmáticas, menos principistas moralmente hablando, de la política. “Los Estados no tienen amigos, solo intereses” es ya un mandamiento de la diplomacia internacional. Quienes luchamos contra dictaduras crueles, totalitarismos y afines, deberíamos ponerlos en práctica.