Publicado en: El Universal
Por: Mibelis Acevedo Donís
Llegar al infierno, aturdido por borracheras utópicas y creyendo que Caronte no es Caronte, que se navega en inefable “mar de la felicidad”; en la puerta, tener que abandonar toda esperanza -como cuenta Dante- para luego retornar, hirsuto, desengañado y al tanto del yerro, no debe ser travesía simple. La apostasía política -en tanto desafío al statu quo y la autoridad; en tanto rebelión y pública renuncia a la fe profesada hasta ese instante- implica no sólo agudeza sino instinto de conservación, talento para rectificar, para sobreponerse al orgullo y la indiferencia, soltar la traílla de la heteronomía y asumir responsabilidades. Penosamente, no todos cuentan con avíos para desandar sus propios abismos, más cuando el señuelo del poder hinca su uña en la conciencia.
La realidad es terca, no obstante; ni credos ni voluntarismos alcanzan para desbancar “condiciones objetivas” como las que impone el mercado, ni aplican como medida de verdad individual. El desplome de la URSS y su proyecto de dirección centralizada, por ejemplo, marcó un hito que no pudieron soslayar sus devotos, y que llevó al economista marxista John Roemer a admitir que “el mayor problema de la izquierda es la ausencia de una teoría”, un modelo ideal que dé respuestas en lo económico.
Las limitaciones de regímenes que apelan al estatismo y la colectivización para solventar las necesidades de la población, su incapacidad para mejorar la oferta de la sociedad abierta y el libre mercado se han hecho palmarias. El caso de la China de Mao sigue exhibiendo el más brutal testimonio al respecto: estiman que entre 1958 y 1961 la hambruna aniquiló a más de 30 millones de personas. Culpa del “Gran Salto Adelante”, ese abominable fiasco en el que el gobierno se revolcó dogmáticamente durante 3 largos años.
Pero a contramano de esos espejos o de avisos como los del Premio Nobel de Economía, Amartya Sen, -quien demuestra que allí donde existen libertades democráticas no hay hambrunas- el socialismo, esgrimido por neopopulistas asidos al embeleco del discurso antisistema, toma un segundo aire en el s.XXI cabalgando sobre la ola del “control férreo” de crisis endosadas al “capitalismo salvaje”. En Venezuela, especialmente, mientras se salivaba con la redistribución de la renta, mientras se restituía el apego por una utopía en desuso y los apolillados tótems eran sacados del fondo del armario, se desecharon antecedentes de sensatez que emanaron incluso de antiguos camaradas. Un heredero de la bandera del estructuralismo cepalista de Prebisch como el mismo Fernando Henrique Cardoso, por cierto, quien tras haber avalado en los 60-70 la intervención del Estado como palanca del desarrollo, de haber ayudado a desarrollar la Teoría de la Dependencia que deslumbró entonces a la izquierda o de sufrir la cárcel y el exilio prescritos por la dictadura militar, entendió que sin reformas profundas que atacasen la distorsión estructural (afines a las del frustrado “Gran viraje” de CAP II) la debacle brasilera de los 90 no sería eficazmente domeñada.
Adaptarse y evolucionar era lo vital. Como ministro de Hacienda, Cardoso impulsó el Plan Real que en tiempos de Itamar Franco abatió la hiperinflación (la variación mensual se redujo a 1,7% en 1995) y condujo a la revalorización real del salario. Estando en la presidencia no temió al “coco” de la privatización, y emprendió una fértil cruzada de licitaciones que llevó incluso a romper el monopolio de Petrobras; abrió el mercado interno a la inversión extranjera, con consecuente incremento de las reservas y recuperación de la confianza; transformó un sistema burocratizado y centralizado que consumía 70% del ingreso público, entre otras acciones que podrían servir de guía a la Venezuela de hoy. ¡Ah! Pero la ceguera continúa acá cobrando despojos.
«Por mí se va a la ciudad doliente/ por mí se ingresa en el dolor eterno/ por mí se va con la perdida gente»: el canto de entrada al infierno no parece brindar aún suficiente alarma. El plan de ajustes recién anunciado atrae a un híbrido inviable que respira entre dos mundos, que amarrado al prejuicio populista arranca por el final y promete ahondar la ruina, que atorado en lo coyuntural retoza con el espejismo de “una fórmula revolucionaria que pone al trabajo como centro para el reequilibrio, basado en la producción de bienes y la remuneración del salario”… ¿acaso eso no vuelve a la machacada tesis de Dieterich, un modelo que no atienda al precio de mercado ni a leyes de oferta y demanda sino a lo que llamó “Economía de valores”, fundada en el “valor del trabajo”: o sea, el tiempo que implica producir un producto o servicio? ¿Se pretende así omitir el forzoso incentivo a la productividad, el concurso del esfuerzo y del capital de los privados?
Bajo sayo dudoso, el Socialismo del s.XXI insiste en imponerse, lo ideológico sigue nublando el foco. Está visto: sin apóstatas capaces de apartar los atavismos que nos retrotraen, la recuperación no será más que otro paraíso inalcanzable.