Jean Maninat

Ni tan gato, ni tan pardo – Jean Maninat

Por: Jean Maninat

Fue acompañado a lo largo de dos salones, abrazado de nuevo y comenzó a descender la escalera, mientras el príncipe, arriba como una torre, veía empequeñecerse aquel montoncito de astucia, de trajes mal cortados, de oro y de ignorancia que ahora entraba casi a formar parte de la familia.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo

Hay frases que sellan un libro, lo identifican, se apropian de su contenido y hasta lo pueden suplantar, puede uno no haber leído la obra, pero con tan solo repetir la frase, evocarla, se da por sentado que sabemos de qué libro se está hablando. Quizás la seña de identidad más célebre de un libro del castellano sea: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”, que abre el Quijote. O en español americano: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, con la que se dispara Cien Años de Soledad. Del Ulises explota, para quedarse como tarjeta de presentación, la perentoria admonición: “¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!”. Y la monumental En busca del tiempo perdido, queda reducida a la evocación del sabor de una magdalena mojada en té. El mal llamado “efecto proustiano”, un vulgar fenómeno memorístico-gustativo descrito por un otorrino de botica rural. ¡Qué agravio!

Pero ninguna, ninguna, ha sufrido los atropellos, los usufructos de corso, el manoseo intelectual hasta convertirla en sebo, como la que Giuseppe Tomasi di Lampedusa puso en boca de Tancredi Falconeri, el pobretón y apuesto aristócrata de su novela, El gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. (“Se vogliamo che tutto remanga como’è, bisogna che tutto cambi”). Ha sido presentada como el hábil artificio de una clase social para seguir al mando tras bambalinas, la suma teológica del revisionismo de izquierda, o el lema en el escudo de armas del político tranza. El gatopardismo es un insulto, una acusación de inmovilismo en movimiento, de arrastrar los pies hábilmente: “Yo quiero señalar aquí que los planteos del compañero Estévez están impregnados de gatopardismo gobiernero”. “No mi amor, a otro gatopardo con ese cuento a esta hora”. “Vicentico, muchacho, deja el gatopardismo y recoge tu cuarto”. ¡Ah, Don Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, elegante y altivo como un leopardo jaspeado, para lo que te han dejado!

Y como si fuera poco llegó Netflix, la máquina de convertir clásicos en atractivos decorados para encadenar un domingo en pijamas frente a la pantalla, y nos trajo un príncipe siciliano del tamaño de un basquetbolista eslavo en la NBA, rodeado de tontos despiertos y ambiciosos, de burgueses de instintos asesinos, de una esposa charmant que lo acompaña estoica en la agonía, y el sobrino tarambana que no cesa de reír como alelado de capítulo en capítulo. En la novela, ni su esposa, la princesa María Stella Salina di Corbera, lo sobrevive, ni su hijo Francesco Paolo muere asesinado bajo la complicidad del burgués arribista Don Calogero, ni Angélica es una infiel serial, y menos aún el ejército italiano de una Italia que todavía no existía desembarca en Marsala, Sicilia (eran las tropas piamontesas de Garibaldi). Son pequeñas licencias (no, no de esas) que se otorgan los productores y directores de la serie y que tan solo logran distraer la atención de la suntuosa producción de época y salir corriendo a buscar la película homónima de Visconti dondequiera se nos haya quedado extraviada.

Ni tan gato, ni tan pardo… un cunaguaro gigante.

 

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