Churchill detestaba a Stalin. Y viceversa. A Churchill tampoco le hacía mucha gracia De Gaulle. Y viceversa. A Ike le ponía nervioso Monty. Y viceversa. A Patton no le gustaba mucho Ike. Y viceversa. Truman no se llevaba bien con MacArthur. Y viceversa.
Ramos Orta y Xanana Guzmão no eran «panas». De hecho entre ellos había muchas diferencias. Entre Tutu y Mandela no siempre había concordancia. Nehru y Gandhi desconfiaban el uno del otro y tuvieron sus muchos desencuentros. Betancourt, Villalba y Caldera veían la vida y la política de modo muy distinto. Juan Pablo II y Walesa tuvieron serios aunque callados enfrentamientos.
Todos esos entendieron y metabolizaron que por sí solos no podrían triunfar. Ellos definían triunfar como un logro, no como un conformismo. Todos se las vieron muy peludas. Ninguno creyó que la unidad se basaba en ceder; lo vieron como construir en conjunto. Sin restregárselo en la cara unos a otros, sabían que cada cual podía cantar eso de «yo sin ti no valgo nada» y «tú sin mí no vales nada».
Evito adrede poner en este texto los nombres de los que están enfrentados en las fuerzas de oposición. No por cobardía o conveniencia de mi parte, sino porque creo que poco ayuda quien se place en echarle leña a la candela. Poco suma y mucho estorba quien se pone al lado de cualquier dirigente y lo perturba y distrae azuzándolo, sembrándole dudas y casquillos.
Todos tienen muchas cualidades. Y también sus defectos. O mejor dicho, falencias. Muchas de esas debilidades pueden ser completadas por el otro quien seguramente tampoco tiene completo el portafolio de las fortalezas necesarias. La verdad es mucho más simple: ninguno puede solo. Ninguno tiene la fuerza suficiente como para poder hacer solo el tortuoso camino. Lo que a uno le falta lo tiene el otro u otros.
Y no, no se trata de esa bobada con patas de “es que no me cae”. Ni que estuviéramos hablando de una tarde de vermut y canapés en la que algunos se encuentren para departir y matar el aburrimiento. Se trata de aceptarse como son y pasar de la distancia a la cercanía. Y nada, absolutamente nada ni nadie es más importante que el país.
Contrariamente a lo que se podría pensar, yo creo que tenemos (algunos) buenos liderazgos políticos, tanto en territorio nacional como en el exilio. Y creo también que, como a dulces sobre la mesa, se les han pegado muchas moscas, muchos interesados en ganar indulgencia con escapulario ajeno, muchos arrimados sabelotodos que dictan cátedra pero que no ponen su propio pellejo en el asador, muchos engreídos que pontifican desde la comodidad de sus computadoras sin derramar ni una gotica de sudor y ni una lagrimita. Y a esos a veces los liderazgos políticos caen en el error de escucharlos más que a los dirigentes de base de sus partidos o sus organizaciones sociales, mucho más que a Casilda quien, acaso sin lenguaje rimbombante, puede decir más y de seguro reflejar mejor lo que siente y padece el pueblo. Sí, ahora pretenden algunos decir que está mal la palabra “pueblo”. El sifrinazgo que inunda redes convierte la narrativa política en un menjunge de palabrejas que ni mojan ni empapan y que Casilda escucha como oír llover.
Y así como el concepto de ‘ninguno puede solo’ es importante interiorizarlo, también lo es el segundo concepto: ‘nadie es indispensable y todos son necesarios’. Cuando eso se comprende, entonces cala la importancia del liderazgo compartido. En una situación como ésta, los que están en posiciones de liderazgo tienen por fuerza que saber trabajar en equipo, sin creerse un jefe más que otro y, claro está, sin caudillismo. La altivez no solo es inapropiada, es irrelevante. Se trata de articular unidades de pensamiento y trabajo entrelazadas, lo suficientemente flexibles como para ir creciendo y ofreciendo respuestas a los vaivenes de los cambiantes escenarios. Sin dramas cursis. Sin lenguaje de culebrón barato. Y sin narrativa churrigueresca que requiera traducción.
Repito: hay buenos en posiciones de liderazgo. No se trata de quién manda. Se trata de poder articular una estrategia de compromiso y acción que no deje a los ciudadanos gagueando fuera de la sala, sino que antes bien los seduzca y convenza que los esfuerzos, que no serán pocos, bien valen la pena. Al fin y al cabo, el pueblo es el centro de todo. Si eso está claro, el resto es sentarse a entenderse.
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