Publicado en El Nacional
Si se compara con aprietos anteriores, con crisis de extraordinaria dificultad, la que padecemos se presenta como una de las más complicadas. Pese a las espinas envenenadas que determinaban la marcha de los acontecimientos, en aquellas se observó una voluntad de remiendo que condujo a situaciones de transición a través de la cuales se llegó después a una sociedad más hospitalaria. En el panorama de la actualidad no se advierte la existencia de un acercamiento capaz de anunciar posibilidades de esperanza. Una de las partes de la calamidad, precisamente la causante de ella, levanta muros para evitar la salida que todos esperamos en medio de una crispación nunca experimentada en los años recientes. Sabemos que las analogías son aventuradas, pero una descripción de cómo se arreglaron en el pasado situaciones que anunciaban el aumento de los sacrificios, puede ayudarnos en el cálculo de nuestra desventura.
Después de la Independencia, la reacción venezolana contra Colombia fue el primero de los viejos entuertos. Si se considera la estatura de los contendores y la existencia de ejércitos acostumbrados al combate, se pronosticaba la cercanía de un infierno. Las molestias no se levantaban contra un capitán cualquiera, sino contra Simón Bolívar. La incomodidad se dirigía hacia los líderes de una república inmensa que, pese a sus tribulaciones, tenía capacidad para mantener su establecimiento a través de la fuerza, con el auxilio de burócratas eficaces o mediante campañas de prensa. Pero lo que se podía considerar como un poder difícil de derrumbar, o como un prestigio en crecimiento, se vio en la necesidad de dialogar para evitar derramamientos de sangre. Las conversaciones no solo dependieron de la necesidad de evitar una guerra civil, sino también de calcular que los adversarios eran dignos de respeto: Páez, Mariño y una generación de nuevos pensadores que, por sobradas razones, querían salir de su purgatorio. No hubo combate, sino transacción, y así nació la autonomía de Venezuela.
Después de casi cinco años de matanzas, el ejército federal parecía imbatible. Dominaba la mayoría del territorio, mientras el gobierno llamado constitucional pasaba trabajos para sostenerse en la capital. Crecía el prestigio de Falcón, jefe de los insurgentes, mientras la declinación del viejo Páez se multiplicaba. Una nueva generación de caudillos aplastaba a los cansados capitanes de la godarria, para que el espectador menos avisado sintiera la seguridad de un inminente cambio de régimen y de líderes. Sin embargo, la solución no dependió de la continuación del holocausto, sino de llegar a un avenimiento. El enemigo era flaco, quizá mínimo ya, sin vigor y sin ideas, pero fue aceptado como interlocutor para llegar a unas paces firmadas en escritorio que se pudieron evitar, tan a la mano como estaba la victoria. Hubo un convenio de pares que no lo eran tanto, pero que evitó mayores desastres.
En la crisis de la actualidad no se observan situaciones parecidas. Ni remotamente. La dictadura desconoce al adversario, debido a que lo trata como si no existiera o como si fuese un monigote fácil de manipular. Quizá el adversario haya colaborado en su subestimación por los tumbos que ha dado, por sus pasos erráticos, pero es evidente que se le juzga como a un párvulo sin credenciales. La conducta de la dictadura va más allá, desde luego, porque no solo siente que trata con un conjunto de enanos. También desconoce las urgencias que ha provocado por sus errores y por sus gigantescas corruptelas, creyendo que las puede manejar a través de la simulación de unos negocios que no tienen destino porque, para ella, carecen de destinatario. El único propósito de la dictadura es el aseguramiento de su continuidad, mediante un proceso que no solo desconoce a los dirigentes de la oposición, sino también cualquier opinión que considere inconveniente.
La supervivencia es la ultima ratio del madurismo, propósito esencial para cuya obtención no dará tregua. Ni siquiera a la realidad que lo acorrala. Si las circunstancias políticas son habitualmente inéditas, estamos ante una de las mayores, porque una sola de sus partes pretende el monopolio y usará el método que le convenga para lograrlo. Debemos olvidar acuerdos del pasado como los que aquí se describieron, no solo porque la historia no se repite, sino especialmente porque la dictadura la está escribiendo a su manera sin que exista, hasta ahora, alguien que la escriba mejor.