Hay gente que no debería morir, que no debería irse nunca. Personas que no hacen sino sumar a nuestras vidas.
Tres o cuatro generaciones, a lo menos, tuvieron a Manzanero como el hacedor de la banda musical de sus vidas. Con sus canciones, millones nos enamoramos, sudamos despechos, remendamos dolores y hasta pudimos reconciliarnos con ese alguien con quien todo parecía perdido.
Aparte de haber ido a muchos de sus conciertos en varios países, yo tuve la inmensa suerte de conocer personalmente a Manzanero. Fue por allá por los años 70, en una tenida en una casa caraqueña de amigos de amigos a la que solían acudir los músicos que visitaban Venezuela. Y, oh sortaria de mí, pude conversar con él. Yo era para entonces una muchachita de apenas 20 años. Y aquella conversación con un hombre de sonrisa mágica y verbo de ensueño marcó mi vida.
Hoy escribo estas letras con una tristeza infinita. Porque siento que he perdido alguien muy mío, muy cercano, muy de mi piel latinoamericana. No se fue tan solo un excelso músico. No. Se me fue un poeta de mis muchos tiempos de mujer. El que con sus versos me permitió decir esas cosas que con mis propias letras yo no conseguía decir.
Hoy me siento ciega. Siento que pudo más el «voy a apagar la luz». Y hay luces que nunca deberían apagarse. Porque nos quedamos tan solos, tan tristes, tan en desamparo, sin saber por cuál esquina de nuestra vida caminar para dejarnos llorar un poco. Ciegos de dolor, sabiendo que es como cantó Manzanero, «no mires cuando un ciego se enamora, cuando quiere ver la aurora, cómo se pone a llorar».