«No es lo mismo votar contra Maduro que desalojar de nueve pedestales la figura de Chávez, y eso lo saben perfectamente los que se apresuraron a atacar a los iconoclastas»
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
A primera vista se puede asegurar que la dictadura de Maduro se niega a entregar el poder porque se siente a gusto en su seno, haciendo lo que le viene en gana con la sociedad. Por eso lleva a cabo un fraude escandaloso. La afirmación no es un disparate, debido a que los voceros de la nomenklatura y el propio candidato a la reelección dijeron que ni siquiera por las malas se desprenderían de las alturas, y de allí los motivos del desconocimiento de la voluntad popular. Pero, ¿tales intenciones, vociferadas y disfrutadas, justifican la represión brutal que le sirvió de colofón al chanchullo? Quizá convenga analizar con calma el punto.
Hubo importantes manifestaciones de repulsa después de que el CNE se luciera con la modificación de los resultados electorales, nadie lo duda, pero no desembocaron en grandes aglomeraciones ni en conductas violentas debido a la cuales se pusiera en juego la tranquilidad ciudadana, o se sintiera la dictadura realmente amenazada. Candelitas fáciles de apagar o de controlar con dosis moderadas del «gas del bueno», hubiera dicho el comandante eterno. El fraude fue masivo, pero los protestantes no. La burla fue grandiosa, pero las reacciones no. La dirigencia chavista celebró a media máquina, con más obligación que espontaneidad, mientras los líderes de la oposición evitaron un llamado a la guerra para que fueran pocos los guerreros que tomaron las calles. Ni siquiera las calles, en el sentido estricto de la expresión, sino apenas unas plazas y unas esquinas. No hubo correspondencia entre la magnitud de la vagabundería electoral y la repulsa de los votantes frustrados, en suma, pero la represión fue descomunal.
Un pormenor sobre el que no se ha pensado lo suficiente puede explicar una explosión represiva que ni siquiera se cuidó de meter en las jaulas, sin ningún tipo de disimulo, a un centenar de adolescentes sin antecedentes políticos ni de otra naturaleza que los pudieran convertir en fuerzas peligrosas. No atentaron contra la propiedad pública, ni contra domicilios privados. No difundieron consignas que pidieran la muerte del dictador, ni la desaparición del PSUV, por ejemplo. No llevaban armas porque tal vez pensaran que con las del voto de la víspera bastaba para apoyar su reclamo o porque nadie tuvo la idea de ofrecerles un arsenal. ¿Por qué, entonces, atacarlos con saña? Muy sencillo: derrumbaron nueve estatuas de Chávez, motivo suficiente para calcular la profundidad de su manifestación y el peligro para Maduro y sus secuaces. El hecho de emprenderla contra la representación más sagrada de la «revolución», contra la suprema encarnación de la Quinta República, bastaba para poner las barbas en un remojo de metralletas y carros acorazados.
La avalancha de votos contra Maduro demostró que la sociedad estaba harta de su presencia y de sus compinches, pero las aludida manifestaciones probaron que se trataba de una decisión de mayor envergadura, de una voluntad de librarse a como diera lugar de todo lo que ha representado y representa de dolor y barbarie, de ignominia y bajeza, de distorsión de la historia republicana, la «revolución bolivariana». De allí el derrumbe de nueve estatuas de Chávez, a través del cual se exhibió un sentimiento de repulsa que no se conformaba con cambiar el gobierno porque en realidad lo que querían y quieren los manifestantes es cambiar de vida. Si consideramos que los limitados grupos de protestantes que entonces se activaron representan a la inmensa mayoría de los votantes, estamos ante la expresión de un sentimiento masivo que debe estremecer a los chavistas.
No es lo mismo votar contra Maduro que desalojar de nueve pedestales la figura de Chávez, y eso lo saben perfectamente los que se apresuraron a atacar a los iconoclastas, a abarrotar las cárceles y a multiplicar la tortura sin una sola señal de moderación. Al contrario, ufanándose de ser verdugos y esbirros. Muchos corolarios pueden sacarse de los hechos descritos, especialmente el referido a la magnitud del peligro que conmueve a la dictadura después de aplicarse a robar sufragios: la abrumadora mayoría de los venezolanos no solo quiere librarse del régimen de turno, sino especialmente de lo que simboliza en sentido histórico el paracaidista de la estatuaria.