Partamos de un elemento clave que algunos olvidan con preocupante facilidad: enfrentar una dictadura militarista, armada y corrupta, con herramientas y estrategias democráticas no solo es difícil, sino que requiere –para tener éxito– de la participación conjunta y coordinada de todos los sectores de la sociedad.
Es por ello que, a pesar de las diferencias de enfoque estratégico que coexisten en el seno de la oposición venezolana, todos coinciden en la importancia de la presión popular en cualquier hoja de ruta conducente al cambio político, y de la presencia del componente “calle” como elemento esencial de la estrategia.
Ahora bien, “calle” no es solo ocupar con gente metros cuadrados de asfalto, ni “presión popular” es llamar sin más a la expresión catártica de legítimas indignaciones. Para que la protesta y la presión social tengan el éxito que de ellas se espera, se requiere dotarlas de tres componentes esenciales: organización, disciplina y direccionalidad política. Sin ellas, la calle no podrá alcanzar la necesaria eficacia para convertirse en el elemento clave de una estrategia de presión sistemática, inteligente e insoportable que socave las bases institucionales y de soporte del régimen autoritario, y le obligue, buscando para sí el menor daño, a permitir que el pueblo pueda finalmente expresarse por vías electorales.
Los índices de conflictividad social hoy en Venezuela revelan una situación de literal ebullición. No obstante, las protestas y acciones de calle, si bien cada vez más frecuentes, siguen siendo fragmentadas e inconexas entre sí. Es imprescindible articularlas y agregarlas si se quiere transformarlas en agente eficaz de cambio.
Sobre esta necesidad ineludible se acaban de pronunciar hace pocos días los obispos venezolanos a propósito de su 107 Asamblea Plenaria ordinaria. Luego de un agudo análisis sobre la situación del país, la Conferencia Episcopal presenta algunas propuestas y cursos de acción, unos dirigidos al gobierno, y otros, a la dirigencia democrática. Pero el numeral 14 de su documento final hace un exhorto a todos los integrantes de lo que se conoce como sociedad civil, “a lograr puntos de encuentro que favorezcan la articulación de los diversos sectores en un proyecto común de país”.
En nuestro país, desde hace rato la gente está en la calle, en una agotadora lucha de supervivencia cotidiana y expresando de muchas maneras su descontento e indignación. Diversos sectores sociales –sindicales, estudiantiles, vecinales, universitarios, obreros, gremiales– vienen multiplicando sus acciones de calle y sus movilizaciones particulares. Sin embargo, para lograr progresivamente el objetivo de convertir a la ciudadanía en sujeto activo y protagónico de la transformación política, es necesario comenzar por diseñar y conformar una plataforma de conexión orgánica tanto entre la multiplicidad de sus actores y componentes, como entre estos y la dirigencia política democrática.
Esta plataforma permitiría la necesaria comunicación entre las distintas organizaciones sociales, que cada una sepa qué hace la otra, apoyarse mutuamente y potenciar su acción, reforzar la eficacia política de su actividad o movilización, y establecer mecanismos mínimos de coordinación de sus protestas, no solo para erosionar las estructuras de soporte oficialista sino para que esa misma organización se convierta en un factor de gobernabilidad cuando se materialice el cambio político. Además, una red de esta naturaleza se convertiría en un crucial recurso de apoyo a la estrategia de la Mesa de la Unidad Democrática, respetando tanto la dirección que corresponde a los partidos políticos como la autonomía de las organizaciones sociales.
Los meses por venir requieren, como nunca, de unidad. Unidad en los objetivos, la movilización y la estrategia. Pero no solo unidad del liderazgo político. Una plataforma de conexión entre nuestros principales sectores sociales organizados puede resultar la clave que hacía falta para voltear definitivamente el juego.