Por: Jean Maninat
Los versos que Friedrich Schiller compuso para celebrar la amistad entre los hombres acompañaron por largo tiempo a las revoluciones que borraron el despotismo de las monarquías europeas. Los jóvenes idealistas los cantaban al compás de la música de La Marsellesa, sin duda la más bella canción revolucionaria compuesta por el ser humano. Se dice que originalmente Schiller la habría titulado Oda a la Libertad pero desistió por temor a las represalias que tamaña osadía pudiera acarrearle en su tiempo. De ser verdad, el poeta alemán habría querido resaltar la estrecha vinculación entre un estado de ánimo como es la alegría y una condición del ser humano como es la libertad. El martirologio de las revoluciones armadas marxistas enluteció la lucha por la libertad al emparentarla con el sacrificio máximo de entregar la vida por la causa como valor revolucionario. ¡Patria o muerte!
En el imaginario de la subversión los revolucionarios son seres taciturnos, serios, graves en su empeño por cambiar el mundo, alejados de toda distracción mundana, provistos de una píldora de cianuro, como los héroes de Malraux, para cuando llegara la ocasión.
La alegría dicharachera del son cubano desapareció, o subsistió en las catacumbas habaneras, perseguido por el régimen por considerarlo un resabio capitalista que había que extirpar. Sólo gracias a un puñado de dólares desenterraron a unos maravillosos pero ya ancianos músicos y soneros para que nos recordaran que el son no se había ido de la isla, simplemente había sido silenciado a favor de una Nueva Trova acomodaticia y desangelada. El documental titulado PM, un recorrido cámara al hombro por la vida nocturna en La Habana de los primeros años de la revolución, realizado por Orlando Jiménez y Sabá Cabrera Infante, fue prohibido y confiscado por el gobierno porque daba un imagen «distorsionada» del cubano –bailarín y con trago en la mano– alejada del miliciano vestido de verde olivo y oteando el horizonte desde el malecón a la caza del invasor yankee que en cualquier momento descendería sobre la isla. La alegría estaba enemistada con la revolución.
Uno de los actos más serios del siglo XX, la caída del Muro de Berlín, lo llevaron a cabo miles de alemanes que con alegría y a mandarria limpia derrumbaron el símbolo del oprobio que los había separado físicamente por años. Hubo lágrimas, qué duda cabe, pero de alegría. Fíjese usted que el júbilo no está reñido con el cambio.
Nuestros flagelantes locales reclaman seriedad. «Basta de guachafita» nos dicen, con el cejo fruncido que se supone acentúa los pensamientos profundos fraguados para la historia. «Música y tarima, horror de los horrores» exclaman indignados, como oficiantes del Santo Oficio, mientras huyen a las carreras a tuitear bajezas desde la tranquilidad «seria» de sus computadoras.
Ojo, son los mismos que reclamaban calle y más calle. Ríos de gente ensimismada, hacia adelante como zombies sin ver a los lados (y por cierto… ¿por qué será que los zombies nunca giran la cabeza?) dispuestos a llegar hasta el final, no detenerse hasta lograr el triunfo último, allí al borde de las rejas que rodean palacio. Serios, arduos, solemnes, secos, inexpresivos, erguidos, rectos, rígidos, justos, severos, estrictos, disciplinados, puntuales, escrupulosos. En síntesis, profundamente fastidiosos y celosamente inútiles.
Quizás alguien podría explicarnos –¿te animas Colette?– de dónde sacaron nuestros penitentes la noción de que la lucha por el cambio tiene que ser sombría, plena de saudade como un despecho brasileño, oscura como un hueco tapado con tierra.
Si me preguntan, yo esquivaría el reggaeton y el techno, no es cuestión de gusto, créanme, es que con los años los oídos se ponen impertinentes. Yo comenzaría y terminaría cada marcha de la oposición democrática tarareando con el gran Maelo: El Nazareno me dijo que cuidara mis amigos. Ojalá el nuestro sea recordado como el cambio de la alegría.
@jeanmaninat