Si usted quiere saber a ciencia cierta lo que es el odio, basta que asome la cabeza por las redes sociales y exponga puntos de vista distintos a los que sustentan los ultrarradicales de todo signo. Una andanada de agresiones, descalificaciones, insultos, vulgaridades y amenazas en su contra le permitirán experimentar el odio en su grado superlativo.
No importa su condición. Ya sea usted hombre o mujer; bien que sea niño, adolescente, adulto o anciano; da igual si es religioso o ateo; está ubicado en la categoría de pobre, de rico o de clase media; haya tenido formación académica o no; sea cual fuere su color de piel, el deporte y equipos de su preferencia, tenga o no militancia política y gremial, o cualquiera otro etcétera que se le ocurra, si usted no es parte de los sectores radicales se hará acreedor a la máxima pena.
¿Y qué significa la máxima pena? Lo explico: si usted es parte de uno de los extremos radicales, concentrará en sí los ataques del extremo contrario al suyo. Pero si usted osa no ser parte de ninguno de los dos, disfrutará de las consecuencias y será el blanco simultáneo de ambos extremismos. Con un añadido: será usted sospechoso de traición o de las más abyectas perversiones, incluso peores que las atribuibles a cualquiera que integre el extremo enemigo.
A esto, queridos amigos, nos ha traído la siembra de odios alimentada a lo largo de dieciocho años de «revolución». Por supuesto, los derechos autorales no tienen competidor alguno. El autor intelectual y ejecutor se llamó Hugo Rafael Chávez Frías, quien su momento estelar tuvo en esa faena muy buenos y efectivos socios en la administración y dirección de importantes medios de comunicación social privados, que no solo reprodujeron sino que multiplicaron a placer semejante despropósito antinacional.
Hoy nos enfrentamos a una Venezuela ultradividida y enfrentada, en el mero borde de una indeseable conflagración interna total. De personas asesinadas ya pasamos de largo el centenar, miles de heridos y cientos de nuevos presos políticos, todo producto de la represión policial-militar-paramilitar y de la violencia callejera. El odio acumulado y extendido no permite reconocer al otro y, mucho menos, aceptar una negociación política con el adversario que posibilite la convivencia democrática y una consulta a la voluntad popular que conduzca a definir si seguimos como estamos o transitamos en paz hacia un cambio progresista e inclusivo.
Quienes del lado oficialista han apostado y justificado la exacerbada confrontación afirman que la división y el odio social ya existían en los tiempos de la llamada cuarta república pero estaban escondidos bajo una falsa paz. Cierto o no, la verdad es que haber desatado y alimentado el resentimiento y el odio social nos ha traído a esta vorágine que ha encrespado la conflictividad y amenaza con arrasar la identidad pacifista, respetuosa, amigable y solidaria de los venezolanos. Habría sido infinitamente mejor desplegar políticas destinadas a la verdadera inclusión y reducción de la brecha social, capaces de convocar a toda la sociedad a construir una Venezuela productiva y de oportunidades para todos por igual. De este modo, los naturales odios y resentimientos que subyacen en cualquier sociedad se habrían mantenido bajo control y encauzadas sus energías hacia objetivos afirmativos, sublimes.
Lástima que quienes terminan siendo presas del odio y el resentimiento no se juzgan con objetividad a sí mismos, ni tampoco a sus correligionarios. Una capucha que cubra la cara de alguien no significará lo mismo para un ultrarradical oficialista que para uno opositor. La capucha será buena o mala, signo de cobardía o de heroísmo, dependiendo de quién la porte. Si es uno de los míos es buena, si es de los tuyos es mala. El llamado «escrache» es entonces un acto de justicia o de terrorismo según lo aplique una turba mía o tuya, a uno de los míos o de los tuyos.
El odio desatado termina por ser irreflexivo y hacer irreflexivo a quien se contamina. Frente al odio no caben argumentos ni razones, solo meras y primitivas pasiones.
Y tal es el odio promovido e irradiado en Venezuela que ya no solo se practica de unos hacia otros, sino que también prolifera en el seno de unos y de otros.
Una sociedad dividida por quienes la gobiernan entre «patriotas» y «apátridas», virtuosos y pecadores, honrados y deshonestos, en fin, entre buenos y malos, es el terreno perfecto para la eterna confrontación. El espacio ideal para el inexorable e infinito ojo por ojo y diente por diente. Y para mayor desgracia, no solo en el escenario virtual de las redes sociales.
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