Por: Jean Maninat
Ganó Donald Trump la presidencia de los Estados Unidos y leemos con el ceño fruncido que además lo hizo con la bendición del voto popular, esa demostración de afecto político que abulta las urnas de votación pero no garantiza el triunfo en los colegios electorales. Hay hasta quien muestra sorpresa, consternación, cuando la reelección del expresidente era una posibilidad contundentemente cierta, ya que su popularidad resistía todos los ácidos y productos para destapar cañerías que le aventaran sus contendores y/o los medios de comunicación. Trump ganador y presidente electo era un cisne rosado del tamaño de las torres que construyó y llevan su nombre en la fachada. Imposible obviarlo. (Otra cosa es que nos guste o disguste el personaje de marras, o nos dejemos llevar por pálpitos primitivos, como en esta columna).
Lo que sí causa sorpresa (al menos en nuestra Sala situacional geoestratégica-inclusiva) es la expansión del radio de influencia de su mensaje hacia sectores tradicionalmente asociados con las opciones demócratas. Mientras tecleamos estas notas, Trump habría avanzado notablemente entre mujeres y jóvenes en relación a lo logrado por Biden en la elección anterior. Kamala Harris habría ganado el voto femenino, pero con una fuga de 5 puntos hacia el candidato republicano; mientras con los jóvenes Biden se impuso por 24 puntos, Harris lo habría hecho por 13 puntos. En fin, las estadísticas se funden como los relojes de Dalí, y los medios de comunicación están repletos de maravillosos espacios interactivos, pulse en la pantalla un estado pintado de rojo o azul, y le saldrán los datos hasta de cómo votó el gato del vecino. Nunca hemos estado mejor informados y, sin embargo, más despistados.
Pero lo que sí cuesta digerir, o al menos se necesita la ayuda de un babalawo para aprehender, es el comportamiento de eso que llaman el “voto latino”, esa amalgama de desconfianzas mutuas e intereses propios que saltó el muro repelente levantado por el candidato ganador en su campaña en contra de los inmigrantes latinos, los “bad hombres”, los que emponzoñan la sangre americana mientras realizan los oficios menores que mantienen funcionalmente aceitada la maquinaria de la sociedad.
De nada valió la indignación por la referencia a Puerto Rico como una “isla con basura en el
océano”, nada menos que en un encuentro en Nueva York, tierra de nuyoricans, ni que como respuesta celebridades latinas del calibre de JLO y Bad Bunny, (Dogy Puppie no se dio por enterado), apoyaran a las carreras a Harris. Trump, el hombre que ha prometido y promete expulsar inmigrantes a granel, redujo la brecha de “latinos” que no estaban con él, de 33 puntos a ocho. Hasta la vista baby.
(Entre los oficios caídos con las redes puestas están los influencers, cruce de cuenta cuentos con publicistas, exhibicionistas de interiores con chamanes de la autoayuda, que simplemente no la ayuntaron -ni muy lejos- y si alguna influencia tuvieron fue en el sentido contrario del que buscaban: acercar a la gente a la opción Harris. Al menos en política, pareciera que los influencers influyen sobre los ya influidos, los ya colgados. En su discurso frente a sus partidarios, la noche del triunfo, Trump les dejó caer un recordatorio de su estridente falta de pertinencia).
Medio mundo se abrocha el cinturón de seguridad -el otro medio ya lo tiene abrochado- para acompañar el segundo mandato de Donald John Trump. El alboroto planetario alrededor de su elección desmiente a quienes aseguraban la decadencia y falta de relevancia de los Estados Unidos en el desconcierto internacional: unos madrugaron y otros nos trasnochamos pendientes del resultado de su elección presidencial, como si de la nuestra se tratase. La segunda temporada de Old Gringo apenas comienza… y promete mantenernos en vilo muchas noches.