Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Se afirma con frecuencia que las universidades, y especialmente las llamadas autónomas, han sido durante largos años cobijo seguro para el florecimiento de las ideas subversivas y la formación de la militancia revolucionaria, e incluso se dice que desde el seno de estos recintos han surgido las células madre de las organizaciones políticas que, con el tiempo, han terminado por imponerle a la sociedad un nuevo estado de cosas -una nueva res publica- animado de visibles connotaciones facciosas, convulsas, de signos contrarios a la serenidad propia de las convenciones, los buenos hábitos y las sosegadas costumbres, ajeno por completo a la positividad, la paz y la tranquilidad ciudadanas, que es -se asegura- lo que hace crecer a las naciones. Algo de verdad hay en tales presuposiciones. Pero la verdad de la stoa está en la sképsis. En el caso particular de la Universidad Central de Venezuela, estas voces de alarma han sido goebbelianamente repetidas tantas veces que han terminado por convertirse, más que en una matriz de opinión, en su propia definición y quizá en el nervio que impulsa sus verdades. Por lo que tal vez convenga contribuir, así sea de un modo sinóptico, con el -diría Hegel- “sentarse a ver” algunas -quizá las más emblemáticas- figuras de la experiencia de la conciencia ucevista que, al final de cuentas, conforman el horizonte problemático de la conciencia venezolana.
Cuando las instituciones universitarias han sentado sus bases –quod est in votis– sobre el ambiente propicio de las preguntas filosóficas, y especialmente de su inagotable capacidad de asombro -la “maravilla” aristotélica-, la confrontación de los dogmas y de las formas sin contexto se hace elemento vital de las más variadas disciplinas y oficios, al punto de que esa constante pulsión se extiende e inserta, incluso, en la intimidad de las peculiares labores de la racionalidad instrumental. “El rey está desnudo” se transforma, de ese modo, en máxima de una inteligencia que no se conforma con los sombríos destellos cavernarios de lo que ha sido puesto y fijado bajo la condición de lo incuestionable por la reflexión. Quizá el peor error de la Corona española haya sido otorgarle cédula real a la Universidad de Caracas, porque fue de ella que surgió el concepto de República independiente y autónoma que con los años se transformaría en una de las más extensas y cruentas confrontaciones del Imperio contra sus colonias. Es verdad que, como afirmara Marx, la fuerza material debe ser superada por la fuerza material, pero también la teoría llega a ser una fuerza material apenas se enseñorea de las masas”. Y este pareciera ser el modo adecuado de comprender lo que ha significado históricamente para la sociedad venezolana la Universidad Central de Venezuela.
El destino de Venezuela está inescindiblemente unido al de su Universidad Central porque ella es nada menos que su invención, inspirada, como lo estuvo en ese momento de su historia, por el espíritu de la Ilustración. Y en efecto, fue de las disputas con la vieja teología que surgió, subversivamente, la Ilustración criolla y su ulterior puesta en práctica. Lo cual permite explicar el hecho de que los cambios que, para bien o para mal, se han ido produciendo a lo largo de su discurrir social y político son, en buena medida, responsabilidad -unas veces directa y otras veces indirecta- de aquello que Vico llamaba la “mente heroica” de las diversas concepciones -cabe decir, de las diversas figuras de la experiencia de su conciencia- por las que ha recorrido el concepto ucevista de un país que, durante los últimos tiempos, terminó por tomar la decisión -al decir de Elliot- de “apuntalar sus propias ruinas”.
Treinta años después de la separación de Venezuela de la Gran Colombia, y bajo una progresiva y creciente influencia de las “verdades” propias del positivismo y de su representación cesarista del “orden” y el “progreso”, la nueva república venezolana justificó la larga noche del caudillismo sobre los lineamientos generales del discurso académico pronunciado por el rector Rafael Villavicencio, en el que le dio la bienvenida e introdujo formalmente la doctrina positivista en el país. Y, ocho años después, el presidente Guzmán Blanco decretó el establecimiento institucional de la “nueva filosofía” en las cátedras universitarias, a pesar de que, como ha observado Picón Salas, el positivismo llegó a Venezuela con treinta años de retraso, “cuando en Europa ya no era tomado en cuenta sino por mediocres divulgadores”. Sus seguidores venezolanos no hicieron más que resolver “un poco de materialismo a lo Haeckel y de sociología de segunda mano con muchas adulaciones rastreras en muchas de las páginas pagadas e inspiradas por la dictadura gomecista”. Y así como de las disputas teológicas coloniales surgió la Ilustración independentista, de modo similar, de las disputas del positivismo cesarista surgió el diamat, la doctrina materialista totalitaria y autocrática de origen oriental que, con el tiempo, no solo se iría tropicalizando sino que -al son del despotismo castrista- terminaría deslizándose hacia la más aberrante confusión de la militancia política posmoderna y neoizquierdista con la milicia criminal y narcogansteril. Cosas propias de una generación boba, aunque autoconvencida de ser muy viva.
Desde hace más de veinte años, los ucevistas han rechazado y enfrentado sistemáticamente al régimen gansteril, en nombre de los principios y valores de la democracia republicana, a pesar de que la cultura del presente brinda culto al pragmatismo ramplón, al idiotismo de los asuntos privados y a la debilidad del pensamiento. El costo ha sido muy alto, desde los tiempos de la infausta “toma universitaria” hasta la fecha. Y a pesar de la promoción de la violencia dentro del recinto, de la asfixia presupuestaria, de haber encarcelado a muchos de sus dirigentes estudiantiles, de haber desmantelado su planta profesoral y de haber permitido deliberadamente que su planta física -una auténtica obra de arte, patrimonio mundial de la humanidad- se deteriorara hasta el punto de conducirla a las puertas de la ruina, sus convicciones y sus luchas por un país decente, solidario, próspero y libre se mantienen firmes. Después de trescientos años, el viejo conservatismo insiste en señalar a la primera universidad del país por haber amparado en otros tiempos la subversión ilustrada, el evolucionismo cesarista o el materialismo izquierdista. Pero ahora le ha tocado el turno al gansterato, el cual la acusa de ser causante de perturbaciones públicas, de haber organizado “guarimbas” -barricadas-, de promover revueltas golpistas, así como de efectuar incontables acciones conspirativas. ¿Se comprenderá ahora el significado de fondo de la expresión “cobijo seguro para el florecimiento de las ideas subversivas y la formación de la militancia revolucionaria”? Misma universidad en diferentes experiencias históricas, con diferentes figuras de la conciencia, en su incesante devenir. Eso sí: siempre “en busca de la verdad y del afianzamiento de los valores trascendentales del hombre”. Lo cierto es que su mente es movida de continuo por el asombro y su pecho porta el don de la irreverencia.