Publicado en: El Universal
En Del buen salvaje al buen revolucionario (1976), y a pesar del auge de una corriente intelectual hostil a sus posturas, Carlos Rangel se atrevía a lanzar una denuncia sobre la serie de mitos políticos que atenazaban el pensamiento latinoamericano. Mitos trasplantados del Viejo Mundo y adaptados a nuestro hábitat, como los del buen salvaje y la Edad de oro -la creencia de que los pueblos latinoamericanos los constituían personas naturalmente buenas, pero corrompidas por una sociedad occidental que desvió sus valores originarios- son objeto del afilado bisturí del autor.
Sin negar la historia de expoliación y maltrato que sufrieron los habitantes de la “América española”, Rangel plantea un contundente rechazo al victimismo nacionalista y autocomplaciente que encubría la Teoría de la Dependencia. Uno que endosaba la culpa del propio fracaso a otras naciones, y justificaba la retórica de populistas, caudillos y líderes autoritarios erigidos como vengadores: mesías llamados a restaurar los equilibrios, personajes convencidos de que la bondad de su causa exculparía todos los desafueros de la lucha para desactivar al mal.
Hubo allí una advertencia temprana, que pone en evidencia el desempeño de nuestro demagogo moderno. Un enemigo del pacto y la transacción, un practicante del rechazo, tan fullero como el que en su momento describía Aristóteles. Personaje que no necesariamente conduce a las masas en pos del cambio radical, sino que las instrumentaliza para alcanzar sus propios fines. Sí: los venezolanos sabemos bien lo que significó la vuelta de mitos a lomos de ideologías zombis, el palabreo de la victimización que todavía se esgrime para explicar el vergonzoso retroceso.
No se puede negar, claro está, que la tendencia a aliñar con mitología, relatos idílicos, alegatos voluntaristas e, incluso, elementos religiosos, suele asociarse a la generación de visiones políticas y constructos ideológicos. Un rasgo que destacó el propio Carl Schmitt, quien advirtió una forma de entender el poder político a partir de cierta concepción de Dios. Así surge una analogía entre un dios ocasionalista (la “causa de todo hecho particular”) y la política romántica oportunista, en la que toda limitación es superada en virtud de un proceso infinito de creación personal. El discurso del romanticismo, la exaltación del papel de la imaginación como facultad creadora de la realidad, de hecho, es medular en la cosmovisión latinoamericana. Y “como toda lucha patética necesita un caudillo” (García Pelayo), las historias de seres humanos devenidos en héroes sin mácula, referentes cuasi-divinos empujando sin ayudas el carro de la historia patria, se vuelven parte de ese bagaje narrativo tan útil para promover la cohesión y la movilización social.
Por eso mismo, el vínculo emocional, el atajo cognitivo que aporta a la comunicación la apelación a ciertos arquetipos, figuras y mitos que pueblan ese imaginario, es algo de lo que no puede prescindir la dinámica electoral, naturalmente. Y es que, según convenga al emisor, el mito puede suprimir contenidos positivos o negativos, establecer conexiones inexistentes o reducir la complejidad a simplificaciones maniqueas. De esos efectos hay que estar muy conscientes, sabiendo que pudiesen operar para beneficio o perjuicio colectivo. (“Nos movemos en la mentira con naturalidad”, afirma Octavio Paz, citado por Rangel. “De ahí que la lucha contra la mentira oficial y constitucional sea el primer paso de toda tentativa seria de reforma”). En este sentido, el manoseo de traumas históricos resulta táctica peligrosa: esto es, escarbar en el dolor de una sociedad para que se sienta atraída por discursos de resentimiento y revanchismo, en lugar de propuestas reparadoras como la de la incorporación de la diferencia; la del perdón que “debe venir de ambas partes”, como anuncia Federico Vegas; la percepción de destino compartido.
En Venezuela, tocada por esa cultura de la exuberancia, la sentimentalización de la política, la invocación mágica, tales apegos por la “fe milenarista” se han traducido recientemente en una búsqueda compulsiva de líderes mesiánicos, cuyo carisma (el que las multitudes desean ver, no necesariamente el que posee la persona) tiende a ser efímero. En este caso, la sensación es que esas ficciones encajadas en la psique colectiva se mantienen latentes, a la espera, siempre prestas a ser reanimadas por un discurso político cuajado de elementos mágicos y heroicos que buscan sacralizar su razón de ser. Pero la historia de algunos paladines opositores, fenómenos que nacen y mueren con la misma intensidad, da cuenta de una certeza: por más efectivas que sean las maniobras del “homo magus” de turno, también debe haber un “homo faber” capaz de hacer y ofrecer resultados en aras de la conquista el poder. El caso de Chávez, conspicuo representante de esa doble condición, debería darnos algunas pistas al respecto.
Lo cierto es que la competencia por conseguir votos plantea nuevamente una disyuntiva: ¿cuán sostenibles, en la práctica, serán estas cautivadoras narrativas que eluden la racionalidad y el escepticismo para exacerbar la ira, el miedo, la esperanza o el deseo? ¿Cuánto de contenido sanador y aprovechable para efectos de una democratización ofrece esta nueva apelación a mitos como el del Fin de los tiempos: la lucha entre el bien y el mal; el apocalipsis y el combate final; el advenimiento de la Edad de oro?
Analizar la realidad en términos dicotómicos, puros e impuros, ángeles y demonios, Ellos vs. Nosotros -en línea, por cierto, con el típico abordaje populista- puede ser un modo muy eficaz para inspirar la apasionada adhesión del votante. Pero más allá de esa utilidad azarosa y sabiendo que, para nuestra desdicha, la adecuación entre medios y fines no ha prevalecido a la hora de trazar estrategias, tomar ese camino remitiría al mismo atascadero de las últimas décadas. La recurrencia de cierto pensamiento mágico desbancando las posibilidades reales de cambio y sutura social. El sex-appeal insurreccional, la resistencia a operar bajo las reglas del sistema autoritario. La fantasiosa apuesta a que la sola voluntad, no la faena política y el cálculo de riesgos, doblegará a la intolerable circunstancia, mientras un adversario henchido de poder se queda impávido ante la amenaza.