Tenía un vago recuerdo de que el periodista y escritor Tomás Eloy Martínez, cuando trabajó en el “Papel Literario’’ de El Nacional, en la segunda mitad de los años setenta, entrevistó a su amigo, el novelista paraguayo Augusto Roa Bastos. La memoria, que juega con espejos, repeticiones y falsas ilusiones, no me falló esta vez.
Ahí estaba el producto de una extensa conversación, que en el “Papel Literario’’ de ese momento ilustró a lo largo de cuatro páginas estándar nada menos que el artista Pedro León Zapata. Sin duda, fue un banquete para los lectores de aquel momento encontrar esa entrevista desplegada como una culebra interminable que se muerde la cola.
Tras la pista de conversaciones con escritores de paso por Venezuela, la que mantuvieron Martínez y Roa Bastos sirve para pensar muchas cosas sobre el periodismo en aquel momento. También tiende su sombra sobre el presente.
Hay que comenzar por establecer que una entrevista de 30 mil caracteres (cerca de 5500 palabras, en diez páginas tamaño carta) ya no se publica en ninguna parte. Ni en la angustiosa irrealidad de Internet. La tendencia, nunca corroborada, pero difundida por los rediseñadores de medios impresos hasta el hartazgo, de que los lectores solo quieren leer textos cortos ha borrado de la faz del periodismo trabajos como el citado con el padre de Yo, el Supremo.
Esa observación nos ubica en una circunstancia particular, porque de alguna manera evidencia que no podemos ya encontrar el fruto de conversaciones sencillas y sofisticadas a la vez, con un caudal de información sobre la vida de un creador, y con sus apreciaciones sobre las dificultades y hallazgos de una vida. Tampoco por lo tanto tener de primera mano la posibilidad de presenciar un duelo intelectual sobre diferentes ideas y pareceres.
De la lectura de esta entrevista queda claro primero que Tomás Eloy Martínez era respetuoso con los personajes que entrevistaba. Había leído los relatos, los poemas y las novelas. Y conocía los detalles de una vida, para poder seguirle la pista a las respuestas y las distracciones del escritor confrontaba.
Resulta notable lo que se revela de Augusto Roa Bastos en esa conversación: la pobreza de la infancia, mitigada por los deberes hechos a compañeros ricos a cambio de queso gruyere; la educación en casa por un padre riguroso; el descubrimiento de Shakespeare en la mesa de noche de la madre; la idealización de los delincuentes en la infancia; los cielos abiertos nocturnos en medio de la selva paraguaya; las mudanzas y los exilios; los oficios extraños, como mucamo de hotel de citas y guionista de películas soft porno en Buenos Aires (donde compartió amistad y coautoría con Tomás Eloy Martínez).
De vendedor de seguros frustrado, Roa Bastos pasó a escribir guiones de cine para un productor argentino muy curioso, Armando Bo, que explotaba a su esposa, Isabel Sarli, un mito sexual latinoamericano de los años sesenta. Eran películas pésimas, pero taquilleras.
En algún momento de la conversación entrevistador y novelista atraviesan una puerta insospechada: la de revisar el desdén con el que trataron los miembros del boom a Yo el Supremo. Ese rito de paso sirve para que Roa Bastos elabore su crítica del boom. De cómo al profesionalizarse empezaron a operar como si ellos fuesen una moneda de cambio.
Así como el replicante de Blade Runner recuerda en su ocaso sobre el edificio Bradbury “todos esos momentos se perderán en el tiempo… como lágrimas en la lluvia’’, quizás sea pertinente imaginar que un tipo de periodismo también ha desaparecido en la lluvia. Le sobrevive un epitafio de 140 caracteres melancólicos.