Por: Fernando Rodríguez
Cuando las naciones decaen estrepitosamente suelen preguntarse qué cosa son, su identidad nacional, que tan mal les va, tan distinto a las que prosperan y florecen. Solo el hombre enfermo se obsesiona por sí mismo. Los españoles que vieron caer su imperio y presintieron que por mucho tiempo serían el corral agrícola de Europa se apasionaron por desentrañar la “hispanidad” y repetían cosas amargas como que “son españoles los que no pueden ser otra cosa”.
Venezuela, no cabe duda, está muy mal, enfermísima. Por lo que no es de extrañar que se repita entre nosotros el fenómeno. Nos preguntamos por nuestro ser y empezamos a denigrar de este. Yo por ahí leí una sorprendente expresión, a lo mejor sintomática de lo que decimos: “Paisito, que no debería figurar ni en el mapa”. Pero aquí habría que aclarar un asunto: la mayoría de los connacionales estaría de acuerdo con que estamos en situación desastrosa, insoportable, invivible, y no es de extrañar que estemos muy irritados con el gobierno, primero, y de paso, con el país que lo permite y hasta lo ha aupado. Y nos cueste recordar lo magnífico que es el Ávila, el refinamiento de la escritura de Ramos Sucre o los sacrificios y la nobleza de nuestros próceres.
A lo que nosotros nos interesa apuntar es a una cosa muy simple pero muy importante. Para pasar de un estado histórico de este o cualquier país a una especie de esencia inmutable de estos, permanente y originaria, se necesita del concepto de identidad nacional, aquello que subyace a través de los cambios, tan usada por ideólogos baratos y hasta por antropólogos y afines de cierto refinamiento. Concepto arcaizante, determinista, racista o de un culturalismo cerrado, y que tiene su más prístina expresión en el nazismo (ver al respecto el elocuente y diáfano libro sobre la cuestión de Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento). Por allí circulan algunos de nuestros rasgos condenatorios: militarismo, sumisión, indolencia, resistencia a la modernidad y a la cultura, vocación delictiva, anomia crónica… cuando no cruce fatal de razas, para ponerle la guinda abiertamente fascista a la torta.
Es probable que mucha de la intensidad de esta autoflagelación tenga que ver con su contrario, como reacción al uso invertido de la identidad, la exaltación patriotera, mendaz, castrense, cursi a más no poder, manipuladora y émula de camisas pardas del régimen chavista.
Si la tal identidad no existe, sino un inagotable devenir de los pueblos, donde probablemente nosotros los vivientes algo podemos hacer de lo que nos han hecho (libertad, se dice), es un exabrupto confundir una de sus circunstancias con su ser, esa falsa identidad definitiva.
Basta ver la historia, y valga un ejemplo extremo. En un momento de la historia moderna Alemania representó la vibración más alta del espíritu del mundo. “A fines del siglo XVIII solo había en Europa un pensamiento, Kant; una escritura, Goethe; un grito, Beethoven”, dice Lucien Goldman. La misma Alemania que siguió, un par de siglos después, a uno de los líderes más siniestros y satánicos que la especie haya concebido y fue cómplice de su crimen de decenas de millones, Adolfo Hitler.
Si algo podemos mantener de lucidez en este momento oscuro como pocos, pasa sin duda por mantener la circunspección necesaria para hacer la diferencia que hemos indicado. Que, entre otras cosas, impulsa la lucha por la posibilidad de cambiar lo que por naturaleza es cambiable. Darle, pues, un lugar a la esperanza. Y una oportunidad a la fidelidad a lo mucho que hemos sido, seguro que bastante más que un paisito.