Publicado en: El Universal
Palabras, palabras, palabras. Cabales, diligentes, a veces filudas palabras. Sin ellas, la política viviría tullida. Lexis y praxis, en redondo casorio, dan a la política su casa más idónea. Alentados por Arendt, podríamos afirmar que sobre la acción cabalga la transformación del mundo, la construcción de lo nuevo; y que discurso, ideas, logos, brindan alma a esa faena, le dan sentido y poder para amplificarse. «La acción sólo es política cuando va acompañada de la palabra, en la medida en que esta última convierte en significativa la praxis… la palabra es entendida como una suerte de acción, una vía para conferir sentido y durabilidad al mundo y manifestar nuestra responsabilidad respecto a él».
Digamos, pues, que la esfera pública se va forjando gracias la interacción de esas capacidades humanas, decir y hacer. Que la dimensión discursiva es esencial para habilitar el encuentro con los otros. Y que cuando esta falla o se malogra, ese ámbito de aparición en el cual los agentes se bautizan como ciudadanos, acaba deshecho. En una polis donde la palabra no cumple su rol ordenador y aglutinante, donde por tanto es imposible habilitar un centro atado al pulso de la deliberación, la identidad ciudadana resulta también adulterada.
Sí: la impresión es que el discurso político ha sido asaltado por una posmodernidad ahíta de nominalización, representaciones dudosas, consignas, roturas, ofertas taimadas, arengas que son manotazos; elementos constitutivos de una república digital presta a vaciar significados y certezas. De allí que no pocos aboguen por los silencios terapéuticos, conscientes de que el exceso, más que ayudar, colapsa oídos y entendederas. Ciertamente: para evitar perderse en un caos potencialmente opresivo y optimizar la toma de decisiones, al liderazgo le conviene apelar a ese foco interno que permite conectar con la intuición. Una introspección que, al mismo tiempo, supone no caer en el solipsismo ni prescindir del foco externo, del contraste que modera el sesgo propio y tiende puentes a la subjetividad ajena.
Esa pausa, marcada por lo reflexivo, tiene sentido. Es el silencio que llevaría a distanciarse de los exasperados, y poner en orden las ideas.
No podemos negar, además, que los venezolanos venimos de transitar una era de ruido extremo. Mientras Trump, populista e incontinente, mantenía encendidas las candelas mediáticas gracias al manoseo del asunto venezolano, la estridencia parecía vadear la incertidumbre. “Shock and awe”, conmoción y pasmo dominaban la escena. Y en ese bosque de verbalidad ampulosa, crispada, no menos hueca; apenas vestida con la telilla que presta el marketing o abrazada a la estólida repetición, resulta difícil apreciar la sensatez, que más bien pasa por murmullo. El griterío en tiempos del “todas las opciones están sobre la mesa” simplemente no dejaba comprender que la mesa ni siquiera estaba allí; que la ilusión de contundencia no alcanzaba para evitar que los nuevos paladines fuesen arrollados por un poder cuestionado en su legitimidad, pero ejercido de facto.
Frente a tal aluvión, el sereno paréntesis no sobra, sin duda. Eso, siempre que la escasez de la palabra política no implique encubrir el posible vacío, el error. El silencio que, a la larga, se convierte en ausencia.
Allí el mutismo, lejos de curar, más bien intoxica. Pasar del discurso irrelevante, del alboroto que se agota en sí mismo a la imprecisión, a la falta de señas o al desvío, nada aporta. Frente al dilema estratégico, el cíclico “ser o no ser” que en nuestra coyuntura remite a la participación electoral, hacen falta cabales, diligentes, incluso filudas palabras que sirvan de brújula y se traduzcan en acciones. Que tracen un camino nítido de resolución y permitan tomar decisiones antes de que la ocasión pase de largo, nuevamente.
Si el signo de nuestros días es la confusión y el desencanto, cabe pensar que la desinformación que los ceba debería reducirse. Una ciudadanía que a duras penas se rearma tras el abrupto cambio de curso, demanda ahora mismo voces claras. Y planes que, aunque poco o nada rocen las bellas visiones que antes se desplegaron, ofrezcan al menos una bitácora con potencial de realización duradera. Los cambios por impulsarse desde instituciones como el CNE, por ejemplo, precisan del correlato de una sociedad movilizada, actores que desde el terreno de juego se comprometan explícitamente a sacar jugo a la oportunidad de democratización. De otro modo, sólo se estaría favoreciendo por retruque a un rival cuya anti-fragilidad estriba justamente en no dejar “migajas” sin uso.
Ese enjambre de voces, operando acompasado contra la toxicidad, el aislamiento y el fatalismo, es vital. Para convencer, hay que decir y hacer, no esperar que la sensatez se imponga sola. Así, apunta Rancière, la política visibiliza “lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar; hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido”.
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