Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
La gélida carta del presidente Guaidó para Humberto Calderón Berti presagiaba una terrible desilusión. No lo necesitamos porque vamos a cambiar la política exterior, decía el breve documento que le remitió, sin extenderse en pormenores ni asomar la cortesía de un saludo efusivo para quien había apechugado con el trabajo lleno de espinas que significó la representación de Venezuela en Colombia en horas de trifulca. Como no despedía a un cualquiera, debió tomarse la molestia de una explicación capaz de cubrir las formalidades de una decisión de envergadura, no solo para el destinatario sino también para los ciudadanos que la leeríamos con asombro y para las figuras del gobierno vecino que tal vez no esperaban una patada tan olímpica.
Calderón Berti representa un fragmento del pasado que merece prolongación, el testimonio de que no todo se hizo mal en el lapso de la democracia representativa, de que hay hombres y hechos dignos de continuidad pese a la feroz campaña del chavismo contra lo que sucedió antes de su advenimiento. Profesional destacado, funcionario cumplidor de sus obligaciones, hombre público cuya carrera no fue ensombrecida por las manchas de la corrupción – a menos que se las fabriquen ahora- , defensor del régimen democrático en tiempos de aprieto, puede considerarse como un testimonio de la excelencia cada vez más esquiva que pudimos compartir los venezolanos antes de la llegada de la barbarie. Su incorporación al elenco de jóvenes que ahora orientan las lides políticas alentaba la posibilidad de un nexo de las cualidades del pasado próximo con las promesas todavía verdes de la actualidad, esperanza que languidece después de ver cómo el muchacho supuestamente flamante se deshace del funcionario supuestamente viejo con la deleznable excusa de que va a cambiar la política exterior.
Como no hay evidencias de la mudanza que el presidente encargado quiere hacer frente al concierto internacional, pues algo de ellas hubieran adelantado sus voceros y el responsable del área, parece pretexto trivial para el grosero adiós. Huero y lampiño subterfugio, además, pues justamente tal vez sean los avances en el trato con el resto de las naciones el único trofeo que pueda él levantar sin posibilidad de rebatimiento. De lo cual se deduce la existencia de motivos inconfesables en la explicación del puntapié, de complicidades de camarillas, rivalidades que trabajan en la oscuridad, pleitos de enanos, poderes tras el trono o bajo la alfombra, capaces de determinar las decisiones de quien debe tomarlas con ecuanimidad si pretende que la sociedad se encamine hacia destinos superiores. Por desdicha, la maroma del día no abre las puertas de un camino dorado para la república, sino sendero franco para el continuismo de la usurpación.
Mucho de la conducta de la usurpación se refleja en la infeliz peripecia. ¿No están circulado rumores que acusan a Calderón Berti de deslealtad y hasta de un insólito golpismo de dos motores contra Nicolás y contra Juan, o para anunciar que ya el encargado encontró a su substituto en los bajos fondos? Como tales comentarios provienen de sectores tóxicos de la oposición, es evidente el contagio con los perniciosos hábitos del oficialismo que se han adherido con pegaloca a la sensibilidad de quienes supuestamente nos van a sacar de abajo. Para exhibirlos no encontraron mejor escenario que Colombia, uno de los apoyos vitales para la restauración de nuestra democracia, ni víctima más propicia que un hombre decente.
El entorno, jovencito, el entorno, dijo mi amigo Calderón Berti cuando mi alumno Guaidó le dio con la puerta en las narices.
Lea también: «Un suceso fúnebre«, de Elías Pino Iturrieta
E