Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“La libertad de juicio es, ciertamente, una virtud que
conviene permitir y que no puede ser suprimida”.
B. Spinoza
“La filosofía consiste en la captación del presente y de
lo real, no en la posición de un más allá que radica en
el error de un razonamiento vacío y unilateral”.
G. W. F. Hegel
Una expresión resalta con harta frecuencia por estos tiempos de crisis orgánica, tan lejanos a los rigores del pensamiento como cercanos a la vulgar mediocridad: “ese es el deber ser”, se dice, sin el menor previo aviso, como si se tratara del regurgitar de la certeza sensible. Su chocante sonido de moneda de utilería comporta un mecanismo de expulsión que se ha vuelto tan instantáneo, tan corriente y común entre los más diversos sectores de lo que va quedando de sociedad, que en sí mismo confirma el carácter institucional de la condición esquizofrénica de este menesteroso presente. Das ist die sollen sein, decía el viejo Kant en la Kritik der praktischen Vernunft. No obstante, hoy se sentiría, sin duda, más asombrado que de costumbre al ver como el fundamento de una metafísica de la moralidad ha devenido sentencia de la justificación de la desvergüenza y, al mismo tiempo, de la confirmación del tácito reconocimiento de la separación de lo que se hace, lo que se piensa y lo que se dice. La evocación de frágil figura del gran pensador de Königsberg siempre resulta pertinente, a los fines de recuperar la sobriedad del entendimiento y, como consecuencia de ello, la propia condición humana.
Un breve ensayo kantiano, publicado en 1793, lleva por título: “Puede ser justo en la teoría, pero no sirve de nada en la práctica”. En dicho ensayo, hay una frase que bien vale la pena tener presente, sobre todo en esos momentos, en los cuales la barbarie gansteril y despótica parecieran haber triunfado -una vez más- sobre la razón y la libertad: “Un gobierno basado en el principio de la benevolencia hacia el pueblo, como el gobierno de un padre sobre los hijos, es decir, un gobierno paternalista, en el que los súbditos, como hijos menores de edad, que no logran distinguir lo que les es útil de lo dañino, son obligados a comportarse sólo pasivamente, para esperar a que el jefe del Estado juzgue la manera en que ellos deben ser felices y a esperar que por su bondad él lo quiera. Ese es el peor despotismo que pueda imaginarse”.
De la cita en cuestión derivan dos posiciones, dos ideologías que pugnan recíprocamente entre sí, con el firme objetivo de consolidar su hegemonía a nivel mundial: el liberalismo y el totalitarismo. Esta última es a la que la certeza sensible suele dar el nombre de socialismo, pero que desde 1917 y bajo los efectos de su trastocamiento teológico-político por parte de los regímenes orientales, metamorfoseó en totalitarismo. Así, pues, dos ideologías, como se ha indicado. No dos filosofías, por cierto. Ambas tienen su punto de partida en prejuicios -a los que se suele denominar “principios” o “fundamentos”- que dan por sentado -precisamente, por juicios previos- su condición de suprema autenticidad y veracidad racional o científica. Se trata de presuposiciones que, en ambos casos, ponen de relieve la sustitución de premisas traídas más de la religión positiva y de la instrumentalización (la ratio technica) que de la razón histórica, con lo cual el discurso acerca de la historia de la organización de la sociedad queda exento, nada menos, que de su más genuina determinación, a saber: de su historicidad. Todavía hoy, Vico, Hegel, Dilthey, Croce y Ortega tienen mucho que decir respecto de estos “modelos” de interpretación preconcebida que, en no poca medida, acostumbran diseñar mundos tal como deberían ser, dejando la “realidad efectual de las cosas” -como la llama Maquiavelo- fuera de su contexto, transmutando así en sollen sein nada menos que lo que es en verdad, o sea, nada menos que su wirklichkeit.
Los opuestos, al devenir extremos, se atraen e identifican. El mayor pecado del totalitarismo del tiempo presente consiste en invocar un discurso sobre la historia que carece de toda sustentación histórica, hecha sobre la base de postulados extirpados de los restos moribundos de un supuesto “materialismo dialéctico” que, desde el punto de vista de la filosofía de Marx, quizá pueda resultar materialista, en el sentido más procaz, más crudo del término, pero que -conviene advertirlo- no es ni dialéctico ni, mucho menos, histórico: “El defecto capital de todo materialismo pasado, consiste en que el término del pensamiento (Gegenstand), la realidad (Wirklichkeit), lo sensible (sinnlichkeit), ha sido concebido sólo bajo la forma de objeto (Objekt), y no como actividad sensitiva humana, como praxis, subjetivamente”. Término del pensamiento, dice el discípulo de Hegel: porque justo donde termina la labor del pensamiento inicia la realidad y, viceversa, donde comienza ésta termina aquél. Verum et factum convertuntur seu reciprocatur. Son los términos de la inescindible relación del sujeto y del objeto, de la teoría y de la praxis. Por cierto, advierte Vico en Scienza Nuova que la expresión “término” quiere decir “ideas, formas o modelos” con los cuales los pueblos gentiles construyeron el mundo de los hombres, o sea, y justamente, la realidad efectiva, la Wirklichkeit. De nuevo, Ordo et conectio.
Se le puede imputar, con razón, a la doctrina liberal el hecho de haber comenzado por el prejuicio de una sociedad de individuos originariamente libres, dueños y señores de su propiedad, con base en la premisa de un no menos prejuicioso -supuesto- Derecho natural. Porque, como lo es la libertad que está contenida en él, el derecho es, por cierto, un término: no es en modo alguno ni una dádiva divina ni un regalo de la naturaleza, sino un resultado, una conquista de la humana civilidad, un hecho (verum-factum) de la historia. Pero por eso mismo, concebir que los hombres son vástagos de un Estado originario, del cual dependen, no deja de comportar el mismo grado de abstracción ahistórica. «Ni lo uno ni lo otro», como diría el gran filósofo de Rubio.
El mero formalismo es incapaz de dar cuenta de su propia con-formación histórica, dado que ha sumido al presente en los avatares de una nueva religión positiva, sustentada en los dogmas propios de las viejas ideologías. Representaciones fijas, sin movimiento, que devienen cascarones vaciados de todo contenido. La palabra sin realidad, sin contexto, sin determinaciones históricas, nada dice, nada es. A la demagogia de los populistas le han quedado las puertas abiertas del templo, de par en par, y la gansteril corrupción puede, ahora, manipular el sentido común a sus anchas. Liberales y totalitaristas asumen la naturalidad del “principio” del derecho de ser libres. Derecho dado o entregado, pero siempre “dado”, supuesto, previo a todo juicio. Lo que fue una conquista de la humanidad, de su hacer, ha perdido el recuerdo de su calvario, de su sagrada lucha, de su libre voluntad. Nadie debe ni puede esperar que le sea obsequiado lo que sólo puede adquirir por su propio esfuerzo, precisamente, por su libre voluntad. En esto consiste el “ser mejor” que los populistas pretenden secuestrar. Confirmar el derecho de ser libre no es obra de seres supremos ni de caudillos militaristas: sólo es fruto de la constancia, del insistir, del perseverar, una y mil veces, en la conquista por la Libertad. Mientras no se asuma la humanidad y la civilidad como continuo trabajo humano, histórico, la escisión de esencia y existencia seguirá estando presente, especialmente en estos tiempos de barbarie ritornata.