Cuando uno se acerca a un pequeño volumen que editó Miguel Newmann en 1978, llamado Los testigos de afuera, pieza incunable en la actualidad, compilado por Tomás Eloy Martínez y diseñado por Juan Fresan, no puede menos que maravillarse por lo que encuentra en sus páginas.
Tomás Eloy Martínez selecciona textos de Juan de Castellanos, José de Oviedo y Baños, Alexander von Humboldt, Romert Semple, Conde de Segur, John Hawkshaw, José Martí, Julio Verne, Emilio Salgari, Rafael Alberti, Adolfo Bioy Casares, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Pablo Neruda y Gonzalo Rojas.
Una de las cosas llamativas que señala el editor Miguel Newmann en el prólogo es que muchos testigos identifican a Venezuela con el paraíso terrenal. En la introducción, el mismo Martínez anota lo que era una certeza para él: “Pocas tierras han sido tan prodigas en desencuentros como Venezuela’’.
Las páginas que siguen son impresionantes. Colón no pudo apreciar a Venezuela al llegar porque tenía los ojos dañados y la sangre rota. Carlos de Habsburgo consideró que era una tierra «condenada a un destino de pobreza» y la cedió a la banca Welter. Lope de Aguirre se autoproclamó Príncipe de la Libertad, se sublevó ante la Corona y enloqueció. Fue descuartizado, su cabeza enjaulada y las otras partes distribuidas entre varias ciudades de Venezuela.
Hubo otros que quedaron extasiados. Sir Walter Raleigh, que buscaba láminas de oro en el Orinoco, descubrió «casas en los árboles, semejantes a nidos de pájaros; admiró a rinocerontes enanos que portaban armaduras de hierro; y a indios sin cabeza, con el rostro en el pecho».
Sir Walter Raleigh «presintió que Venezuela era una orilla… a la que jamás llegaba la enfermedad ni la tristeza’’. Otros encontraron (o creyeron ver) marchas de tortugas sobre el Orinoco (Verne); lluvias de colibríes sobre Caracas (Semple); un país de monedas sin números y de manantiales sin agua (Gabriel García Márquez).
Advertir que alguna vez fuimos -en los ojos de extranjeros- el paraíso terrenal; un país donde no llegaba la enfermedad ni la tristeza; no puede menos que invocar en nosotros nostalgia y extrañamiento.
¿Por qué? Porque la modernidad no nos trasladó al futuro, sino que hundió nuestros pies y los de muchos ciudadanos de este país en el atraso y la infelicidad. Todo lo opuesto a los que vieron los viajeros que pasaron por Venezuela.
Si esta semana hubiésemos recibido viajeros contemporáneos, otros datos inscribirían en sus bitácoras. Aparecería en sus notas una vida cotidiana ruinosa, desaventurada, atravesada por las desgracias que viven a diario enfermos sin destino y ciudadanos sin alegría.
Gente que sabe cuándo sale a la calle, pero jamás cuándo regresa. Habitantes discriminados por sus ideas que deben perseguir comida como si fueran pordioseros. Trabajadores que ven cómo su salario se desmorona en la licuadora de una inflación letal.
Si esos viajeros atravesaran el país, descubrirían ejércitos de niños que saben que hoy no tienen ningún futuro saludable para sus vidas. En poblados distantes, la luz y el agua es una moneda infrecuente en sus vidas, y los alimentos la mengua que a veces un gobernante desalmado deja caer a su paso. Y cuando todas las desgracias parecen ceder como el viento del desierto, aparecen los múltiples delincuentes que se ceban con el inocente.
Quinientos años después de los primeros testigos que llegaron para vernos como si fuera la primera vez, podemos afirmar que ya no formamos parte del paraíso terrenal. 17 años han bastado para mover la brújula. Ahora el viajero nos asocia con el infierno, un devastación de la que hay que huir como quien escapa del fin de los días.