Por: Jean Maninat
Imaginemos una cuña institucional público-privada para fomentar la lectura y sus placeres entre los reticentes a la palabra escrita: En medio de un salón en penumbras -sus paredes forradas de libros- arrellanado en un sillón Eames Lounge, alumbrado por la tenue luz de una lámpara Tizio, un lector absorto se lleva la punta del dedo índice a la boca, la humedece con saliva, la posa sobre el último párrafo que recién termina de leer y con envión autómata del dedo pasa la página y sigue leyendo. Una voz en off deja caer: El placer de pasar la página y aprender…
Cuenta el versado lugar común que el terror de los escritores es la página en blanco -o la pantalla-, la antártica extensa e insomne del bloqueo. Pero según nos comentan profesionales de la escritura -no diletantes- la verdadera pesadilla es el estancamiento en la primera frase, una especie de tartamudeo escrito, que impide avanzar, o retroceder, clavados como una tecla martillando automáticamente una letra, un carácter, ad nauseam.
En La Peste, de Camus, Joseph Grand, humilde funcionario de ayuntamiento, intenta escribir la novela perfecta pero no puede pasar de la primera frase: “En una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría, en una soberbia jaca alazana, las avenidas floridas del Bosque de Bolonia”. El manuscrito de la novela perfecta está compuesto de páginas que solo contienen esa frase con leves alteraciones. Una manera de pasar la página sin pasarla. En The Shining, de Stanley Kubrick, un escritor, Jack Torrance, asume el empleo -con su esposa e hijo- de vigilante de un hotel embrujado en pausa invernal para escribir su novela definitoria, solo alcanza a teclear la misma línea: “All work and no play makes Jack a dull boy”, página tras página, sin realmente pasarlas. Y, sí, para ser ecuánimes, fueron muchos los que murieron por estar pasando páginas envenenadas con el dedo humedecido en saliva como instrumento transmisor de una muerte culterana y tóxica.
En la Pequeña Venecia, los bandos republicanos se enfrentaron en largos y enrevesados debates entre quienes proponían no pasar la página de ninguna manera y quienes propiciaban hacerlo y seguir adelante. Cuando las tensiones llegaron a poner en peligro todo vestigio de diálogo sensato y componedor, cuando ya las facciones se acusaban de todo y lo mismo a la vez, y las enemistades entre gremios corroían cualquier posibilidad de convivencia civilizada, se obró el milagro…
El editor e impresor toscano, Brunello di Montalcino, inventó el marcapáginas, un utensilio que permitía dejar marcada la página escogida, continuar la lectura y el aprendizaje, y regresar a la página marcada tantas veces como fuera necesario. Así, los piccolinos pudieron pasar la página y quedarse en ella a la vez, lo cual les otorgó una gran ventaja frente a las escuelas estáticas y las dinámicas, aferradas ambas a sus dogmas espacio-temporales. Un poco de historia, no nos viene mal.