Publicado en: El Universal
¿Cómo desligar la pasión de la política? Eso parece imposible. Pretender “arrancarle el corazón” a una actividad que, atada a la condición humana, también se nutre de su sublime o profana palpitación, sería tanto como dejarla sin fuelle y cojeante, a mitad de camino. Hay, al mismo tiempo, ángeles y demonios espoleándola, y esa ambigüedad marca la lucha por el poder, una donde la “pureza” no cabe. No hay cinismo en eso ni inmoralidad, sólo verdad sin afeites. Recordemos a Maquiavelo, quien dejó penetrante testimonio al respecto. O a Shakespeare, quien escarbando en las almas de Macbeth, Lear, Coriolano, Julio César o Ricardo III (he allí la poesía, emergiendo cuando la filosofía se topa con sus límites, Schlegel dixit) dio fe de esos viscerales retozos.
Acechando bajo los refajos del buen juicio o la razón de Estado, ahí están. Móviles privados asociados a la venganza, a los celos, a la humillación, a lo erótico, al rencor, al miedo o la envidia, que no pocas veces terminaron inspirando decisiones (memorables desbarros, también) de los líderes. Y condicionado, en consecuencia, la respuesta tanto de seguidores como de antagonistas.
Por más que las instituciones contengan hoy esa fricción, de la inestabilidad de nuestros humores no siempre podemos desentendernos. Tampoco de dictámenes que remiten a costumbres, creencias, mitos, tradiciones y representaciones populares del pensamiento, tal como anunciaba Charles S. Peirce. Hablamos de ese componente cognitivo y subjetivo que transforma la pura pulsión en sentimiento. Gracias a eso, irrumpe también un mundo que se teje a partir de pseudo-realidades, del todo acoplado a la percepción. Y no faltan quienes en él se sumergen a gusto, incluso sospechando que sin disciplinado apego al principio de realidad es difícil dar efectivo marco a la política.
Pero, sí: con todo y sus albures, es innegable que sin pasión, sin animosa entrega a una causa y a los ideales que la inspiran, la política se muestra incompleta. Claro está, esa es pasión que, como dice Weber, implica consciencia de resultados y no simple frenesí, no simple discurso cargado de adjetivos truculentos y certezas de fatalidad, sino compromiso con un plan mayor. Estar al tanto de esa directriz y aprender a distanciarse de las circunstancias para captar sus matices, completan la tríada de virtudes -convicción, responsabilidad, mesura- que separan al competente actor político del demagogo, del simple diletante.
Recordando estas consideraciones, toca sortear la tormenta de la política venezolana. Porque últimamente vamos como aferrados a una precaria balsa que desafía a un mar encrespado, furioso, dispuesto a sepultar toda disidencia bajo el peso del moralismo. Melodramatización de la sociedad, escribió una vez el mexicano Carlos Monsiváis, quien de paso se preguntaba hasta qué punto cada persona atisba la política a través de su educación sentimental.
El examen que acá se dedica a las movidas de la dirigencia, por cierto, suele sufrir por esa abundancia de emocionalidad, por un desbordamiento que transita ágil y sin transiciones desde el desahogo lacrimoso al más yermo cinismo (falsa conciencia ilustrada, susurra Sloterdijk). Que se degrada en virtud de una miopía que confunde individuos con ideas, deseos con estrategias, apegos o tirrias con intereses, siempre mudables. Se habla de “traidores”, de “malagradecidos”, de autores de sablazos “inmorales”, roñosos y tránsfugas, como quien describe al villano de un folletón. Como quien olvida que, para funcionar, la política pide sobre todo logos, pensamiento y palabra razonada. De otro modo, nada la libra de sucumbir en la molienda de lo inane, la de la sola forma sin contenido. “Entiendo la ira en tus palabras, mas no las palabras”, reclama Desdémona a Otelo. Es la pasión vs la política.
Hay “buenas razones para la emoción”, afirma Christian Plantin. Se refiere al camino seguro hacia la palabra emocionada, una que para persuadir o inducir a la acción no renuncia a su densidad. Emociones y razones deberían, de hecho, poder confluir sin canibalizarse en una misma identidad política. Pero acá parecemos preferir el puro pathos, uno cuyo brío va avasallando el ethos de los líderes. Nuestras percepciones, cosidas a los respingos de climas de opinión y trending topics, se imponen, nos vuelven ajenos a las exactitudes de la política. Los tiempos estarían llamando no a formar parte de una polis amplia y plural, sino más bien a replegamos en nuevas sectas, víctimas de esta exótica tribalización de la era digital.
Ah, la lógica binaria, tan afín a los autoritarismos, seduce por su simplicidad. No extraña entonces que en sustitución de códigos más complejos se asignen otros: los de la mafia (traidor-leal), los de la religión (fe ciega-apostasía), los de la guerra (amigo-enemigo). Terrenos donde el desacuerdo se castiga con expulsión, con aniquilación. El discurso que debería girar en torno a ideas termina infiltrado por la más básica emoción, y eso nos va empujando fuera de los límites de la política. Nos despolitiza, aun cuando a merced de la exaltación y sus catárticos laberintos creamos lo contrario.
La relación de la sociedad venezolana con la política está pidiendo desde hace rato un aggiornamento. Una nueva mirada que deseche paradigmas e identidades inservibles, que permita ver más allá de ese país que se mienta a sí mismo “digno” porque de tanto en tanto decide no meter sus pies en los fangos de la realidad. Duele constatar que el retroceso profundo que vivimos lleva asimismo a convertir la pasión en un sucedáneo del sentido común. Nada más peligroso.
Eludir la mordida de “espíritus animales”, además, se vuelve un imperativo cuando vemos que esos imaginarios alterados están provocando similares descarríos en el mundo. Sí: ahora resulta que acusar de “traición” a demócratas venezolanos por haber elegido un plan distinto al de la parálisis y la violencia, es práctica a la que también recurren algunos aliados externos para sumar adeptos su causa. Definitivamente, hay quienes creen que el melodrama da para todo.
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