Publicado en: Polítika UCAB
Por: Trino Márquez
La Constitución española de 1978 estableció un modelo de monarquía constitucional y democracia parlamentaria, en la cual el rey es el jefe de Estado, una figura que representa la unidad del país y del Estado; y el presidente del Gobierno es el jefe del Ejecutivo, responsable de llevar adelante las diferentes políticas públicas aprobadas en el Gabinete. El cargo de rey es hereditario; el de presidente resulta de una elección en el Parlamento, a diferencia de los esquemas presidencialistas, en los cuales el ciudadano suele elegir directamente al presidente a través del voto popular, mientras el Parlamento se limita a acatar la decisión mayoritaria de los ciudadanos.
A partir de esa norma, Pedro Sánchez ha sostenido desde los comicios del 23 de julio, en los cuales quedó de segundo, por detrás de Alberto Núñez Feijóo, que él tenía todo el derecho que le otorgaba la Constitución para ser investido como presidente y formar Gobierno. Su agrupación, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), había obtenido 121 diputados, contra los 136 alcanzados por el Partido Popular (PP), de Feijóo. Debido a que el Congreso está integrado por 350 diputados y la mayoría absoluta la conforman 176 miembros, desde el 23-J se inició una encarnizada batalla entre ambos bandos para tratar de alcanzar esa cifra, que para ambos bandos lucía lejana. No voy a describir el complejo y variado espectro político español. Quienes se interesan por España lo conocen. Lo que me interesa destacar es cómo Pedro Sánchez obtuvo esa cifra de apoyos y sus eventuales consecuencias.
Luego de las primeras semanas de negociaciones entre Feijóo y Sánchez con las distintas organizaciones y líderes, muchos de ellos regionales, el panorama fue despejándose. Las alineaciones fueron dándose con cada bando. También fue quedando claro que la clave para lograr la mayoría absoluta establecida por la Constitución estaba en los siete diputados de la minúscula agrupación Junts per Catalunya (JpC), dirigida por Carles Puigdemont, el expresidente de la Generalitat catalana, promotor del inconstitucional referendo separatista de 2017, que obligó a una tajante intervención del Estado central español –incluido el Ejecutivo y el Tribunal Supremo- para impedir que se consumara la ruptura de esa comunidad autonómica con España.
Consciente del decisivo valor de esos siete votos, JpC y Puigdemont comenzaron a pedir el oro y el moro. El pacto con Feijóo, el PP y los otros grupos que formaban parte de esta coalición, era imposible. Esta coalición estaba conformada por agrupaciones claramente antiseparatistas. Por el lado de Sánchez, el acuerdo parecía más probable. Pocos días después del 23-J el presidente en funciones había comenzado a coquetear con JpC, a pesar de que en 2017 fue de los líderes que impugnó con determinación el referendo separatista. El ambiente, percibió Sánchez, había cambiado en seis años. Lo muchachos que eran malos antes, ya no lo eran tanto. Tras la caza de esos siete votos se lanzó Sánchez con fruición. Ellos le aseguraban su tercera investidura consecutiva. Entre bastidores, acordó un pacto de amnistía a los golpistas; el trato abre la posibilidad de que en el futuro el Parlamento apruebe la convocatoria de otro referendo separatista; le da a Cataluña representación internacional, tal como si fuera otro Estado; sugiere que en el juicio contra los implicados en el referendo hubo prevaricación por parte del Poder Judicial; y le reintegra a esa comunidad cien por ciento de los impuestos tributados, entre otras concesiones.
El resultado es conocido. Pedro Sánchez fue designado por el Parlamento como presidente del Gobierno y luego juramentado por Felipe VI, a quien no le quedó más remedio que investirlo. Todo el proceso ocurrió con apego a la Constitución, como dicen el propio Sánchez y sus aliados, entre ellos el diario El País, convertido en promotor y vocero de esa investidura.
Presentado el contexto general, me pregunto si una figura clave como Sánchez debía valerse de las licencias permitidas por el marco constitucional y la democracia parlamentaria para trabar una alianza tan peligrosa como la tejida con JpC y Puigdemont, este último prófugo de la justicia. Pienso que cuando una constitución como la española, sin duda coherente y con una amplia visión de futuro, abre el espacio para que cristalicen concertaciones dañinas para el interés nacional, el deber de un estadista es anteponer los intereses generales sobre los intereses particulares, sean estos personales o grupales.
España se parece a esos mecanismos de relojería complejos y delicados. Como lo señaló Fernando Savater, el pacto con los separatistas catalanes introdujo una diferencia entre las comunidades autonómicas que puede conspirar abiertamente contra la cohesión de esa sociedad, pues cada comunidad puede reclamar para sí los mismos privilegios que se le otorgarían a Cataluña. Esto con el agravante de que un delito tan grave como la sedición queda impune, según lo pactado. Además, un país donde la inmensa mayoría se ubica en el centro del espacio político, pues entre el PP y el PSOE reúnen casi 65 % de los votantes, no resulta lógico darle preeminencia a un microscópico grupo extremista que obtuvo apenas 1.62% del electorado. El convenio entre Sánchez y Puigdemont, también lo dijo Savater, alimenta los caudillismos y cacicazgos locales, nocivos en esta época globalizada.
Pedro Sánchez debió llamar a nuevas elecciones generales. Era lo más prudente y sensato. Se dejó dominar por su adicción al poder. Ahora tendrá que atenerse a las consecuencias, que ya las está viendo. Esperemos que nada indeseable ocurra en nuestra querida España.