Ladridos. Gruñidos. Peladas de dientes. Y luego se lanzan a morderse, al cuello.
Es un espectáculo dantesco. Tan patético, tan ridículo, tan de niños irrelevantes. Dan pena. Grima. Gastritis.
Entretanto, los ciudadanos. Convertidos en rehenes. Obligados a ponerse entre la espada y la pared.
A todos los conozco. Mucho. Con todos he trabajado. Mucho. Les sé de memoria sus muchas virtudes y también sus defectos. Los he visto sufrir y también sé cuánto han trabajado.
Venezuela no es hoy una hoguera de pasiones. Es una palangana hirviente en la que se achicharran las más desgastantes y necias ambiciones. Sí, necias. Porque es de necios caer en pleitos que son insalubres.
Falta nivel. Falta visión. Sobra politiquería barata y vulgar y falta altura de estadismo. Puro discurso rimbombante, con muchas palabrejas, pero hueco. Mucho se puede pronunciar el vocablo «construir» y sin embargo destruir.
Los ciudadanos están extremadamente disgustados. Y lo expresan con palabras duras. Están a un tris del «que se vayan todos».
Esto no hará que el régimen se atornille. Pero hará sí que el fin de la pesadilla sea más lejos, más doloroso, más costoso. Le han dado oxígeno al estado de sitio.
Escribo corto. No quiero que la indignación que siento guíe mal mis letras. Los gruñidos no me impresionan.
¿Están a tiempo de rectificar? ¿Entenderán que su discurso mediocre es torpe, bruto, insensato, irresponsable?
Mi papá, que sabía mucho, a nosotros sus hijos cuando peleábamos nos decía: «arréglense, que yo no averiguo pleitos».
Ojalá usen el cerebro y la parte del alma que es inmune a la idiotez. Eso espero, eso deseo.
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