Por: Asdrúbal Aguiar
Gustavo Petro ha expuesto ante la OEA con elocuencia, pero sin evitar galimatías y evidentes sesgos, sus ideas sobre América Latina y la democracia. Es un político avezado a la vez que intelectualmente amoblado para la dialéctica. Apela a símbolos movilizadores de la opinión. No es un tonto.
Su discurso – al plantear la profundización en el debate sobre la democracia – muestra la transición hacia la que se abriera el socialismo del siglo XXI bajo las banderas del progresismo poblano, tras 30 años de destrucción y de divisiones sociales propulsadas y del clima de corrupción metastásica bajo los gobiernos que aquél y éste han detentado: Odebrecht en Brasil y PDVSA en Venezuela son los emblemas de dicho morbo. Pero Petro – ¿por las mismas razones tácticas que manejaran en sus momentos Fidel Castro y Hugo Chávez? – precisa que el debate sobre la renovación de la experiencia democrática ha de salvar los activos liberales, mas, aceptando que no será más la Occidental ni la de las Américas conocida. Eso sí, agrega, lejos de autoritarismos y dictaduras.
Confundiendo de modo reincidente – ¿a propósito? – a la Carta Democrática de 2001 con la Convención Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José de 1969, apunta acerca de las limitaciones actuales de la OEA, pues se habría centrado en la defensa de los derechos individuales; si bien admite que él fue beneficiario de esta cuando la Corte Interamericana le protegió una vez como le inhabilitaron políticamente en Colombia. Calla, obviamente, que el precedente que lo beneficiase fue el de Leopoldo López, cuya sentencia desconoció el régimen de Caracas.
Por vía de consecuencias, pide Pedro se amplíe el espectro de protección de los derechos y propone se incorporen los derechos de las mujeres, los relacionados con el ambiente y la Naturaleza, como los vinculados con las comunidades originarias. Y vuelve a errar.
Fuera de la confusión de textos que no le aclara a tiempo su Cancillería, ignora que la verdadera Carta Democrática – no la que él supone – consagra a la democracia como derecho de los pueblos y dejó de ser un mero mecanismo de formación del poder. Ella, después de enunciar sus elementos esenciales y componentes fundamentales (artículos 3 y 4), sucesivamente la relaciona con la eliminación de las discriminaciones de género y la protección de los pueblos indígenas y la diversidad étnica (artículo 9); la ata a los derechos laborales y exige se refuerce con el desarrollo económico, social y cultural, a saber, con la lucha contra la pobreza y el analfabetismo, el crecimiento con equidad, la preservación del medio ambiente (artículos 10 a 16).
A su vez, la Convención Americana, esa que Petro denomina “cartica” y cuyas normas esbozan los llamados derechos individuales o de primera generación, los liberales que ve de limitativos, en sus normas contiene los fundamentos para la protección de los “nuevos derechos”. Han sido adoptados protocolos adicionales, como el relacionado con los derechos económicos, sociales y culturales, en vigor desde 1999, y otro sobre la abolición de la pena de muerte. Por ende, en aplicación de ese Pacto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha desarrollado una muy amplia jurisprudencia para la protección de los pueblos indígenas y tribales, sobre justicia transicional, derechos de las mujeres, igualdad y no discriminación, derechos ambientales y el derecho a la salud, entre otros.
La cuestión, pues, es que las dictaturas del siglo XXI, como las de Nicaragua y Venezuela o los autoritarismos constitucionales de la Bolivia de Morales-Arce o del correísmo en Ecuador, mal se avienen ante lo que la Corte de San José condena, a saber, la reelección indefinida de los gobernantes. Han protestado a la Carta Democrática buscando paralizarla y, al cabo, la reforma que de ella o de la Convención Americana pide el gobernante neogranadino – sin distinguir – a fin de que se incorpore lo que ya dicen y consta en las prescripciones de ambas, de suyo obedece al mismo propósito, condenarlas a un limbo.
El presidente de Colombia, montado sobre falsos presupuestos reclama de la OEA su ausencia de eficacia, omitiendo que ella son sus gobiernos. La señala de limitada, al no frenar las destituciones de los presidentes de Honduras, Manuel Zelaya, y del Perú, Pedro Castillo, privado de libertad sin condena judicial. No le cuestiona, empero, su incapacidad para ponerle término a las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Vale, sí, la pregunta de fondo que esgrime Petro y toca a los sistemas constitucionales de Ecuador y Perú: ¿Puede o no un parlamento, sin mediar jueces, burlar la decisión soberana de un pueblo cuando elige a su presidente y los diputados, por razones políticas, buscan echarlo del poder? No cita, sin embargo, que esa circunstancia la vive Guillermo Lasso en Ecuador.
Cree Petro, en fin, que remover las cenizas del oprobioso pasado del Cono Sur latinoamericano le dará réditos, como cuando critica al Sistema Interamericano de DDHH por no haber auxiliado a Salvador Allende en Chile, siendo que el Pacto que critica entró en vigor en 1978. El asunto es que, a la luz del medio siglo transcurrido, pueden extraerse otras conclusiones.
Los militares y violadores de derechos humanos argentinos fueron juzgados y condenados dada la proscripción de las leyes de punto final impulsada por la Comisión y la Corte Interamericanas. Y las puertas hacia la democracia fueron abiertas, como en Chile, a raíz de las decisiones adoptadas por las Fuerzas Armadas, para salvar sus fueros y disciplina. En Nicaragua y en Venezuela, antes bien, los cuerpos militares o fueron desmontados – como lo hizo el Sandinismo para transferir el poder de fuego a su insurgencia guerrillera – o se han visto destruidos o parcelados, como en Venezuela, para asegurar la permanencia de sus satrapías. Ahora, quienes desde la izquierda condenaban las leyes de punto final promueven la justicia transicional, el perdón para los crímenes de terrorismo y lesa humanidad ejecutados por los suyos, como ocurre en la Colombia del “santopetrismo”.