Por: Asdrúbal Aguiar
Acaso haya podido variar la marca de fábrica del socialismo del siglo XXI, presentándosela ahora como progresismo sin que sus cometidos ni medios de realización hayan cambiado. La excepción de Gabriel Boric, luego del estruendoso derrumbe de su pretensión constituyente, confirma la regla, que adquiere nuevos bríos bajo la presidencia de Gustavo Petro en Colombia.
Cierto es que la sideral corrupción que marca hasta el presente la deriva de la experiencia del Foro de São Paulo (1989-2019) ha sido tanta que, para proseguir, tira lastre y una parte de sus integrantes funda el Grupo de Puebla. Intentan borrar de la memoria colectiva, simulando distancias, el peso de hechos tan escandalosos como los de la Odebrecht brasileña bajo Lula da Silva (2003-2011) o de la PDVSA venezolana, saqueada y quebrada después de haber sido la tercera transnacional petrolera del planeta. Ambas han infectado con sus dineros criminales a numerosos mandatarios, diputados, gobernadores, alcaldes, líderes de izquierda y de derecha en América Latina amansándolos, acallándolos.
El caso es que, mientras se investiga el monto de 21.000 millones de dólares robado recién tras un comercio ilícito del crudo negro venezolano por miembros del gabinete de Nicolás Maduro, como el ladrón que grita ¡al ladrón! encarcelan a 44 personas entre jueces, empresarios y políticos, que no a sus cabezas. Entre tanto, Gustavo Petro se declara dispuesto a que se investiguen las denuncias de corrupción contra su hijo y su hermano, pero abre fuegos contra el fiscal general que los investiga y la rama judicial de Colombia. Acusa de colusión con el narcotráfico a sus adversarios, siendo una actividad que él y Maduro protegen con sus conmilitones de la guerrilla. En su plañidera mendaz dice a los colombianos que los enemigos de Colombia le impiden cambiar de Fiscal para frenar su lucha contra la corrupción. Todo un galimatías.
El guion, pues, cabe se actualice para la crítica olvidadiza – de cultura instantánea – y que Hugo Chávez define en su columna vertebral, así: “dos pasos adelante, uno atrás”.
No por azar, desde sus inicios, tanto Fidel Castro como Chávez declaran ser demócratas a pie juntillas y amigos del capitalismo. – «Son calumnias contra la revolución decir que somos comunistas, de que estamos infiltrados de comunistas», repite el primero una y otra vez, hasta que el 1° de diciembre de 1961, en el programa de televisión «La Universidad Popular», se sincera: – «Puedo decir con plena satisfacción, que soy marxista leninista y lo seré hasta el último día de mi vida».
– “Yo no soy comunista”. “Si yo fuese comunista lo habría dicho ya”, ajusta Chávez el 8 de junio de 2003, hasta que el 13 de noviembre del 2004 sinuosamente señala que “…el planteamiento comunista, no (…), en este momento sería una locura, quienes se lo plantean no es que estén locos. No es el momento”. Y al término, el 10 de enero de 2007, seguro de su estabilidad y al tomar posesión del poder por tercera vez y cuando avanza hacia la clonación del modelo constitucional cubano, se confiesa: “Entregaré mi vida en la construcción del socialismo venezolano… Patria, socialismo o muerte”. Y la muerte le llegó en La Habana, en 2012. No dejó patria y la disolvió, y su socialismo decantó en una organización narco criminal de tinte poblano.
En somera revisión de su experiencia, entre 1999 y 2012, tal como la reseño en mi Historia Inconstitucional de Venezuela, lo primero que hizo fue despenalizar delitos – lo promete Petro ayer – bajo el argumento de que quien roba lo hace por razones de necesidad. Así, buscaba movilizar a la opinión hacia el estadio en que la fractura del orden como la vida insegura se normalicen. Nacen de allí los temores y el miedo, y se inhiben las resistencias sociales.
No pierde su tiempo Chávez en controversias con políticos, al considerarlos cadáveres insepultos. Los pasea de tanto en tanto para recordarle al país que con él llegó a su final la oligarquía. Eso sí, desde el primer día le puso mano a la Administración de Justicia y su constituyente destituyó a todos los jueces sin fórmula de juicio, como lo hizo después Nayib Bukele en El Salvador. Les sustituye por jueces provisorios, sin independencia para controlar al poder y conjurar su palmaria degeneración moral.
En 2000, consciente de que sus verdaderos enemigos son quienes le contrapuntean en el mercado de la opinión, aquí sí, arrecia contra los editores de medios, descalificándoles, acusando a sus periodistas de asalariados para doblegarles y humillarlos ante el país; ello, como antesala de la regulación de los contenidos noticiosos y el encadenamiento oficial totalitario de la radio y televisión.
Ha lugar en paralelo a la “terrofagia” de Estado. Se argumenta el compromiso de dar tierras a los desheredados. Y en ese marco les entrega el uso de la violencia legítima a sus milicias populares, las tiñe de virtuosismo llamándolas bolivarianas – lo que incluye a los grupos delincuenciales próximos al gobierno – aduciéndose el propósito de asegurar la paz y para cuidar de los predios arrebatados a quienes acusa de terratenientes. Es el amago para después expropiar a todo el sector económico y financiero, aduciendo razones de justicia social.
Le bastó un quinquenio, así las cosas, para disolver a la nación venezolana y, por sobre ella, desde la azotea de una república imaginaria forjar como esperpento un modelo inconstitucional de comunas. Han sido estas los vehículos de movilización electoral, de suministro de alimentos por el gobierno para controlar a los más pobres, y facilitar la distribución geográfica de los médicos cubanos, generalizándose la corrupción. Los dineros públicos, como lo hace su sucesor, los usa para romper de raíz la cultura del trabajo y transformar al pueblo en una peonada a la orden de sicarios. Venezuela, al término, ya no existe. Petro se mira en ese espejo y le anima verse como caudillo perpetuo, sobre tierra arrasada.