Publicado en: El Universal
“Siento todo”, musita Lucy, la heroína de la película de Luc Besson, mientras habla por teléfono con su madre, por última vez: “puedo recordar la sensación de tu mano en mi frente cuando ardía en fiebre”. La llamada también anuncia otras despedidas, la de los vestigios de su propia humanidad, esa que cruje junto con sus recuerdos. Carne y alma caducan y se van licuando en la medida en que, por efectos de una potente droga, la capacidad cerebral emprende saltos descomunales y la consciencia del dolor, la certeza de toda esa vulnerabilidad que nos asusta, ablanda, empareja y contiene, sale de la “imperfecta” ecuación. Más tarde, tras clavar sendos cuchillos en las manos de su verdugo, una nueva Lucy -eslabón perdido y encontrado- le soltará en gesto casi robótico, sin pizca de emoción: “ahora que tengo acceso a zonas más profundas de mi cerebro, veo claramente que lo que nos hace humanos es primitivo… como este dolor que experimentas, que bloquea tu comprensión. Todo lo que entiendes ahora es dolor, es todo lo que sabes. Dolor”.
“Yo”, inerme
Más que los rigores científicos o las licencias que explota la ficción, importa detenernos en otras rendijas… ¿será casual que la noción de esa angustia final haya sido compartida con la madre? No, seguramente. Conectado con nuestros más atávicos impulsos, el miedo a la muerte –miedo a la nada, a la desaparición de nuestra identidad, dice Julian Barnes- nos devuelve de algún modo al origen, nos lleva a procurar guaridas, a añorar la protección del primer hogar, la mirada de quien siembra, ve nacer, alimenta, vigila; esa proximidad reparadora, la de padres y cuidadores.
El malestar, el desvanecimiento, la punzada, el no-saber, todo ello va sumiendo al hinchado “Yo” en la pequeñez más elemental; y entonces anhelamos el básico rito, la mano tomando nota del trecho entre el sudor y la calentura. Sabernos vulnerables por culpa de un virus sibilino, como tantas otras veces se descubrió la humanidad ante el avance incierto de las pestes y otros azotes, también hinca entre nosotros la sensación de la cría desorientada y en busca de amparo.
Miedo, trampa, abismo
Pensar en cómo eso afecta y es afectado por lo político es inevitable. En el pasado, ese mismo miedo que muta y se expande, que enajena si no es atajado con dosis de equilibrio, piedad y sentido común, metió a algunas sociedades en laberintos cerreros, impensablemente destructivos. La irrupción de esos miedos ha tenido su correlato en el advenimiento de apócrifos “salvadores”, mañosos para servirse del hundimiento, prestos a hundir sus dedos en las viejas llagas y abrir nuevas, en lugar de sanar.
«¡Es un milagro de nuestro tiempo que me hayan encontrado entre tantos millones! ¡Y que yo los haya encontrado es la suerte de Alemania!», clamaba Hitler durante un discurso en Nuremberg, en 1936. Con pasmosa eficacia, el proyecto de una nación invencible que daría seguridad, empleo y restituiría el orgullo perdido, cundió entre una sociedad tan culta y “convencida de su propia rectitud” (Trevor-Roper) como dislocada por los efectos de la debacle económica y la “humillación” de Versalles. Al final, eso justificaría la exclusión, la persecución de “los enemigos de Alemania”, fraguaría la noción nazi del Volksgemeinschaft, la «comunidad del pueblo», sobre la base de un remozado recelo: ese miedo al otro que desembocó en ojeriza inmune a la razón. Un padre todopoderoso y disfuncional surfeaba así sobre la promiscua ola de incertidumbre, deseo y dolor colectivo, ofrecía hacerse cargo de sus hijos enfermos, quebrados, y protegerlos de futuros asaltos. Esperanza y abismo, todo en uno.
Sanadoras democráticas
Lo cierto es que esa vulnerabilidad de la que los “hombres fuertes” suelen servirse, también nos define. Y ya que no podemos despachar del todo la angustia que tal revelación produce –no pocas veces el miedo es un útil aliado de la supervivencia- es justo evitar que nos someta. En ello, amén del ojo atento de una ciudadanía que se interpela y reconoce sus sombras, la intervención de una política distinta a la del narcisismo diletante parece importar.
En las antípodas de liderazgos inyectados por el orgullo, el sentimiento de dignidad, la ira o el reclamo de desagravios -todas cosas que remiten, por cierto, al heroico y varonil impulso thimótico del “pastor de grandes rebaños”- un reciente artículo de la revista Forbes destacaba la exitosa gestión de siete mujeres frente a la pandemia. “Mutti” (“mamá”) Merkel; Thorning-Schmidt, Marin, Jakobsdóttir, Solberg, Ardern y Tsai Ing-wen, líderes que han abordado la situación límite de forma innovadora, resuelta, honesta, más “humana” y “amorosa”; ora dictando medidas estrictas, ora invocando la responsabilidad de sus paisanos o valiéndose de una comunicación no-convencional. Que sean mujeres es dato que podría ser irrelevante si consideramos el entorno democrático que impulsa y condiciona sus diligencias. Pero que destaca, no obstante, cuando se cotejan las pifias de sus belicosos pares, jefes de Estados con nítida tradición democrática, incluso.
Sembrar, nutrir, transformar
No se trata de afirmar a priori que la mujer está mejor equipada que el hombre para dirigir. Nada más estéril que oponer nuevos sesgos al histórico sesgo. Pero sí de aprender de un estilo de gobernanza que, basado en habilidades y niveles de compromiso distintos respecto a la realidad, responde mejor y más constructivamente a la índole de la crisis que zarandea al mundo. Un “cómo hacer” no necesariamente asociado a lo biológico, sí a lo femenino y sanador, a la idea del cuerpo como destino, al entorno nutritivo de lo materno. “Política de agricultoras que se afanan en los pequeños huertos de las mil transformaciones”, subraya Victoria Sendón de León. Una que se abre paso “machacando puntas de médula y dulzura”, como bellamente susurraría Neruda.
Quizás por ello cuesta embutir a estos liderazgos en la socorrida metáfora de la guerra (que los autoritarios exprimen ad-nauseam): pues si bien se sitúan a la vanguardia de una grave cruzada, antes que a la embestida o la compulsiva caza de chivos expiatorios apelan a la cooperación y el consenso, a la amplísima adición de voluntades, al reconocimiento y trámite de la propia fragilidad frente al invasor no-humano. Al interés por aliviar miedos y proteger la vida, en fin, no abrir nuevos, innecesarios tajos. (Hay que decir, por cierto, que en Venezuela no faltan ejemplos de esa firmeza serena, de esa vocación para el “cuidado del otro”: allí está la gobernadora del Táchira, marcando pauta junto a otros compañeros no menos solventes, integrando, coordinando y alertando sobre la necesidad de no instrumentalizar la tragedia.)
Quizás sea ese el liderazgo que seguirá precisando un mundo convaleciente, forzado a juntar y recomponer sus pedazos cuando la pandemia nos suelte, un mundo que como mínimo reclamará tranquilidad. Del dolor del cual se libra Lucy, la de Besson, no nos libraremos nosotros: también seguirá allí para recordar nuestra imperfecta, a veces evolucionada entereza.
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