Por: Jean Maninat
Pompeyo Márquez está de cumpleaños en estos días y nosotros con él. Ha sido una parte noble y valiente de la historia política de nuestro país. Ahora, cuando el culto a la desmemoria se ha entronizado, cuando se pretende que nuestra historia consta tan solo de dieciséis años, cuando recordar lo que fue la «IV república» es de mal gusto y mejor ni nombrarla -con sus luces y sus sombras- para no perturbar la tranquilidad del alzheimer colectivo que nos quieren imponer; su constancia, su talante de viejo luchador social, nos recuerda que hubo una vez otro país donde se podía convivir democráticamente, y el desacuerdo no significaba la aniquilación del otro.
Ese país que era un referente democrático en la región, con alternancia en el gobierno, con separación de poderes, con un Parlamento efectivo -¿remember Carlos Andrés?- y respeto a las minorías, fue producto de hombres como Pompeyo, que asumieron sus ideas y supieron rectificar con coraje cuando les llegó la ocasión. Fue el mítico Santos Yorme, el militante comunista que organizó la resistencia -junto a otros- a la dictadura de Pérez Jiménez, y también el militante comunista que se alzó en armas en contra de la democracia. Luego rectificaría para separarse definitivamente del comunismo y fundar, junto a Teodoro Petkoff, el Movimiento al Socialismo (MAS), uno de los proyectos más innovadores -y desafortunados- de la izquierda democrática en el mundo. Desde entonces, ha sido sobre todo un militante de la democracia, y ya separado del MAS un sólido referente de la izquierda democrática en el país.
Cuando el vendaval chavista arrasó con tantas buenas conciencias e instauró el calamitoso proceso del socialismo del siglo XXI, Pompeyo, detectó el fiasco que se avecinaba y se opuso -siempre desde la izquierda- al autoritarismo creciente que se empezaba a apoderar de Venezuela. Pagó el precio de separarse del partido político que había fundado, el MAS, entonces contagiado del entusiasmo chavista, y también le permitió constituirse en un ejemplo de constancia democrática. Allí sigue, atento y activo para recordarnos que ser político vale la pena, que se requiere de principios y tesón, que no es preciso renegar de lo que se fue, ni disfrazarse de lo que no se es, que Venezuela fue un buen país antes de que lo desguazaran a nombre de una quimera personalista, y que aún cuenta con las reservas morales para reconstituirse una vez más. Los jóvenes que hoy luchan por recuperar la convivencia democrática, allí donde estén, tienen en el «viejo Pompeyo» el recordatorio vivo de cómo combinar política con dignidad.
¡Vaya un abrazo, querido Pompeyo!
@jeanmaninat