Publicado en: El Nacional
Por: Fernando Rodríguez
Como todo en estos tiempos tiende a globalizarse, por supuesto de una manera desorbitantemente desigual y en el caso del bienestar de la forma más desigual. Pero aquí no vamos a tratar sino de una faceta de uno de los más terribles males políticos, el fascismo.
Siempre ha sido muy dificultoso definir esa enfermedad social, a tal punto que Umberto Eco llegó a decir que no era ni siquiera una ideología coherente sino una suerte de conjunción de algunos rasgos heteróclitos que se dan desigualmente en los escenarios que afectan y a los cuales degradan y enferman gravemente. Para alertar sobre estos hizo una suerte de breve catálogo de los caracteres que permitan diagnosticarlo y tratar de combatirlo. Reconozco que no es la conceptuación más feliz del insigne pensador y que se puede llegar a definiciones algo más precisas. Sobre todo porque algunas reiteraciones de otras visiones –E. Traverso, sobre todo– permiten clasificaciones más orgánicas como la del fascismo clásico y el posfascismo que permiten explicar aparentes disonancias y variaciones.
El caso argentino de Milei me parece ejemplar de eso que algunos llaman posfascismo. Yo diría que la diferencia esencial de aquellos emblemáticos de Mussolini, Hitler o Franco, ya con matices diferenciales y no menores, es que el posfascismo mantiene, aun con un deterioro evidente y creciente, algunas estructuras y formas democráticas. Simplemente las elecciones, por ejemplo. Putin, Trump, Meloni, Orbán, Abascal, Maduro, Bolsonaro, Lukashenko, Le Pen, para limitarnos a ejemplos diversos de Occidente que no reniegan en principio de éstas. Las falsean en general burda y siniestramente y logran prolongarse antidemocráticamente en el poder, pero no las niegan. Esto les permite un juego más complejo y ventajoso, en el tablero propiamente fascista y en el de las democracias liberales.
Pero pocos como Milei, un claro ejemplo, que sin duda presenta trastornos conductuales agudos, pero también bastante pericia por lograr algunos fines. Su pasión por los fascistas más o menos confesos es notable. Lo último es que le va a hacer una visita presidencial a Abascal de Vox, sin pasar por la Moncloa, ni siquiera por los lados del muy reaccionario PP, amante de la ultraderecha. Sus relaciones con la Meloni son también muy románticamente explícitas. Y ya hizo su debut con Trump, rendido a sus pies. El título de ultraderechista y fascistoide y otros clásicos se le aplica entonces con comodidad y verazmente. Pero a su vez puede decir que sus aliados mayores son y serán Estados Unidos o Israel, el primero se refiere a Trump o al menos sus republicanos y empresarios, estos últimos a la manera de su veneración por E. Musk, no los demócratas estatistas, como Biden. Pero en ambos casos, y los elogios de algunos de sus primos neoliberales más cuerdos, son tenidas por demócratas liberales, al menos formalmente hablando. O hasta puede hablar con el papa Francisco, a quien había insultado gravemente, por izquierdista. Al fin y al cabo, no hay que olvidar que es un neoliberal patológico y un anarquista de circo.
No pretendo abundar en las características del personaje. Pero creo que basta lo dicho para apuntar a cierta ventajosa flexibilidad internacional de los neofascistas. La posibilidad de redefinirlos y, a lo mejor, una de las claves de su notorio crecimiento, por aquí y por allá.