Por: Leonardo Padrón
Maritza lleva ya siete horas en la cola del Bicentenario. En ese lapso ha tomado café cuatro veces, ha escupido dos chicles, ha tomado malta y agua, charlado con sus vecinas de cola (muy poco simpáticas, la verdad) y chateado hasta el hartazgo con casi todos sus contactos telefónicos. Está preocupada porque la batería del celular agoniza y aún está a más de cien metros de la entrada al supermercado. Se va a quedar sin opciones para neutralizar el aburrimiento. Le duelen los pies, pero no se ha querido sentar en el suelo porque sus leggings azules son una reciente adquisición y no quiere iniciar su deterioro. Interiormente, riñe con su vanidad: querer lucir bien en una cola del Bicentenario es una coquetería estéril. Un militar que custodia la cola parece más bien querer vigilar sus piernas. Eso la pone de peor humor. Sólo desea que esta vez no haya desorden, empujones y gritos como la semana anterior. El fantasma del saqueo ronda. Lo sabe. Y también sabe que el militar que la bucea no merece ni una sonrisa suya.
Sí, se siente humillada. Pero tiene tres hijos, un marido y una suegra que alimentar. Mejor cállate, Maritza. La cola avanza diez pasos.
Al salir del local está satisfecha. Lleva dos paquetes de arroz, aceite, algo de harina, pasta y mantequilla. Y lo mejor: pollo y dos kilos de carne. Una carne espantosa, pero ni modo. Va cargada de bolsas. Siente que tiene un pequeño tesoro. Sus hijos van a cenar mejor hoy. Su marido se sentirá orgulloso. Son alegrías extrañas, que antes ni existían. Se pregunta si así será en los países cuando están en guerra. Apura el paso. De pronto, siente un tirón que hala sus leggings hacia abajo dejándola imprevistamente en pantaletas. Siente la ráfaga de aire en las piernas. Suelta las bolsas para subirse el pantalón. En el acto, dos muchachos toman del suelo las bolsas de comida y huyen. Maritza grita, corre tras ellos cinco, diez, treinta metros. Busca al militar que la buceaba sin pudor y ahora no aparece. Se detiene. Ha perdido la comida, el dinero, el esfuerzo, el día de trabajo. Y el control.
Maritza se sienta a llorar en el suelo. No puede parar. Sus leggings se manchan de revolución. Y de desencanto.
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El periodista Jean Palou Egoaguirre escribe en El Mercurio de Chile: “El sitio web The Huffington Post se aburrió. Hastiado de la megalomanía y de las declaraciones indefendibles de Donald Trump, decidió desterrar las noticias sobre el precandidato presidencial republicano de la sección de “Política” para incluirlas en “Entretenimiento”, junto con los últimos rumores de las Kardashian y los escándalos de Miley Cirus”. Una decisión lúcida del Huffington Post. “La campaña de Trump es un espectáculo y no vamos a morder el anzuelo”, aclaran. Quizás valdría la pena que los medios de comunicación nacionales revisaran el lugar que le dan a las declaraciones de ciertos personeros del gobierno, incluyendo al presidente de la República.
Días atrás Maduro gritó en cadena nacional: “El gobernador del estado Miranda –¡tengo las pruebas!– es el articulador de las bandas criminales para atacar al pueblo y crear un caos”. Una acusación gravísima. Minutos más tarde, por si los televidentes estaban por apagar la TV, inflamó el discurso: “Aquí en Miranda conseguimos esclavismo sexual y cuando hemos investigado todos los caminos nos conducen hacia alguien que no inaugura una obra para este estado”. Nueva alusión a Capriles. Tremendista. Estridente. De indudable tono amarillista. Obviamente, se trata de darle espectáculo a la galería, de atrapar la atención difamando y escurriendo el bulto.
Diosdado Cabello, en su programa de TV, presenta videítos dignos de La Bomba o Portada’s. Recuerdo uno donde se ve a la periodista Nitu Pérez Osuna comprando zapatos en Panamá. Al final, un plano cerrado muestra el monto de la compra. No queda claro cuál es el crimen en que una mujer compre los pares de zapatos que le vengan en gana. Eso es chismorreo. Farándula pura. En otro video muestra al gobernador de Miranda en un acto público pidiéndole a alguien que lo grabe con su celular. Cabello se solaza en una larga burla llamándolo narcisista. El animador de marras obvia convenientemente la intención real de Capriles que era transmitir el acto por Periscope, una nueva aplicación tecnológica que permite burlar el cerco de la hegemonía comunicacional.
En meses recientes, se expuso a través del hackeo de la cuenta de Twitter de Lilian Tintori un audio donde presuntamente un importante preso político y su esposa dirimían un muy íntimo conflicto conyugal. ¿Era ese audio importante para el devenir político del país? ¿Nos ayudaba a salir de la crisis económica? No. Una vez más nos topamos con un chisme barato. Un show de baja calaña. Más circo para las gradas, mientras el país se cae a pedazos.
¿Merece todo esto ser reseñado en los espacios dedicados a los avatares políticos del país?
Donald Trump está entre nosotros.
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Cada vez más se habla del jet set rojo. De la casta de socialistas privilegiados. La ira ante el derroche y la ostentación de los nuevos poderosos se derrama puertas adentro, en las trincheras mismas del chavismo. Vale la pena pasearse un rato por Aporrea, el principal portal web del oficialismo. Allí, militantes de la ortodoxia revolucionaria –sin editores que filtren sus criterios– exponen su cólera ante la monumental ineficacia de Maduro y las contradicciones del régimen.
La postulación de Ricardo Sánchez (ejemplar de la misma catadura moral de William Ojeda, reyes en el deporte de saltar talanqueras) para la diputación del estado Miranda ha enfurecido a no pocos chavistas de la vieja guardia. De igual forma no entienden cómo ciertos personajes que nunca se atrevieron a comerse las verdes ahora se engullen las maduras, hacen mercado en islas del Caribe, le muestran a los más cercanos sus juguetes de dos alas y manejan notorias dosis de poder.
Decía Trotski: “El revolucionario verdadero empieza a serlo cuando subordina su ambición personal a una idea”. Un revolucionario con camioneta del año, escoltas, ropa de marca, enfermera particular para los hijos, paseos al imperio y etcéteras carísimos es un traidor de alto octanaje, por más consignas febriles que escriba en su cuenta de Twitter.
En un artículo publicado en Aporrea, Florencia Herrera, indiscutible chavista, le hace una ristra de preguntas al inefable Mario Silva, preguntas que –sospechamos– nunca responderá. Pero me cala en el ánimo replicar algunas: 1) “¿Es revolucionario seguir con el silencio cómplice avalando la impunidad de funcionarios que se han vuelto milmillonarios a costa del sufrimiento del pueblo?”; 2) “¿No son cientos de militares los que están en las empresas básicas, nacionalizadas y recuperadas que hoy las tienen al borde de la quiebra?”; 3) “¿Es revolucionario nombrar a dedo gerentes de empresas de alimentos recuperadas por el Estado como una forma de repartir privilegios?”; 4) “¿La Derecha tiene el Poder de sabotear la producción, importación, distribución y comercialización de los productos y sabotear desde adentro lo que tiene que ver con las necesidades básicas de los venezolanos, además de «sembrar descontento en la población?”; 5) “¿Si tienen tanto Poder entonces quiere decir que quien manda en Venezuela y en los destinos de los venezolanos es la Derecha?”
Más allá de la maniquea reducción de nuestro mundo político a “la izquierda” y “la derecha”, son preguntas de inequívoca pertinencia. ¿Alguien del gobierno sería capaz de respondérselas a su propia gente?
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El país está intoxicado de militares. Habitan casi todos los rostros del poder. Son los regentes de la vida nacional. Por un callejón absurdo hemos vuelto a la enfermiza devoción que tienen los venezolanos por los hombres de gorra y charretera.
Como lo ha dicho Ana Teresa Torres en ese importante libro llamado La herencia de la tribu, en Venezuela “violencia y militarismo, en vez de política, han sido una constante”. Consalvi alguna vez apuntó que “los antecedentes del militarismo en Venezuela no requieren de autopsia porque son demasiado conocidos. Los generales gobernaron de 1830 hasta 1945, con los interludios civiles del siglo XIX que representaron siempre y de modo fatal, al hombre fuerte que los postuló”. Ese hombre fuerte que después encarnaron Pérez Jiménez y Chávez con las ya consabidas lesiones a nuestra evolución como país.
Y ahora henos aquí, en esta morisqueta de vida, emboscados por la miseria, gobernados por un accidental heredero y por una camarilla de militares que han hecho de su ambición personal un palacio de lujos internos y escombros sociales. La gran épica nacional ha vuelto a fracasar.
La institución militar está hoy seriamente fracturada en su tejido moral gracias a delicadísimas acusaciones por narcotráfico y pruebas de colosales comisiones, guisos y contrabando sobre muchos de sus efectivos. Bien lo saben, dolorosamente, los hombres de recta vocación.
Una inaplazable dosis de democracia, eso necesitamos. Es momento de clausurar nuestro atávico embrujo por la gorra y el sable. El país sólo puede salvarse apelando a los recursos de la civilidad. No se trata de seguir descubriendo cuán violentos podemos llegar a ser. Suficiente. Es la hora de la redención colectiva.
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Pienso en Civiles, un reciente libro de Rafael Arráiz Lucca en el que hace una semblanza de 19 venezolanos ejemplares (Roscio, Bello, Vargas, Gallegos, Reverón, Uslar Pietri, Betancourt, entre otros). Todos civiles. Todos adversando el mito del “hombre fuerte”. Vale destacar que, como apunta Arráiz, “ninguno de ellos empuñó las armas para incidir sobre la realidad”. Texto necesario para unos cuantos que suponen que la única solución para refundar un país es derramar sangre en el asfalto.
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¿Estamos asistiendo al derrumbe definitivo del mito del militarismo en Venezuela o este es sólo un nuevo capítulo de un histórico y cíclico desengaño?
Ni Maritza ni ninguna otra ama de casa venezolana merece un minuto más de humillación. No podemos seguir coleccionando más postales del desencanto.