Publicado en: El Universal
Especulamos sobre la post pandemia y nos equivocaremos en buena medida. Por eso conviene escabullirse de conspiranoias, historicismos, catastrofismos y otros ismos. De los que dijeron que “no había que hacerle caso”, y de los paladines contra una sociedad ególatra y hedonista que abandonó a los pobres (¿?), de los que anunciaron terremotos en la civilización y que nunca volveremos a ser los mismos.
Harán mal papel y por eso entre los profetas del futuro y los del pasado, me quedo con estos. Los segundos intentan muy modestamente, aprender cómo se comportaron sociedades en suertes parecidas y nunca adivinar lo que vendrá a partir del pretérito ¿Qué cambios se produjeron? Vale preguntarse sí fueron tan drásticos como los que nos anuncian; y qué se puede aprender de ellos. La Muerte Negra del detestable siglo XIV, comienza, se expande y desaparece sin que nadie supiera qué era ni por qué estaba ahí, lo que se descubrió quinientos años después.
No sé de ningún pensador que atribuya la causa del Renacimiento en el siglo XV, a que la mitad de la población de Europa, y casi todas las majadas y cosechas desaparecieran con las desgracias del pestoso siglo anterior. Más bien lo explican por la acumulación de riquezas, gracias a la expansión de comercio con Oriente que permitió surgir en Italia clases ociosas y ricas amantes del arte.
A la Gripe Española, se le llamó así porque el único país que publicó información sobre la pandemia fue España, ya que las demás naciones de Europa, menos ella, combatían en la Primera Guerra Mundial. Pero la gripe no dejó huella en los procesos políticos posteriores, entre otros la descomposición de los grandes imperios que sucedió a la guerra. Hablamos de dos de las más destructivas pandemias que recuerde la Humanidad.
El mal necesario
No hay que ser “visionario” para intuir que según indica modestamente la experiencia, después del Covid-19, la sociedad deberá aprender como siempre de los infortunios. Pero creer que el porvenir está predeterminado por lo que pasó ayer y que los hechos tejen una cadena de eslabones inseparables, desconoce que los procesos históricos son reinicios, rectificaciones, rupturas, más que continuidades. Los errores nos persiguen, pero no son fatales. Podemos librarnos de ellos.
Supongamos que al frente de un proceso político X, hay una claque de mangantes, buenos para nada con incontables fracasos por su incapacidad de reconocer la O por lo redondo. Pero después de, por ejemplo, 25 años, el enemigo que combaten los mangantes se trastabilla y pierde el poder. La épica pueril dirá que el desenlace es producto de “una trayectoria histórica de luchas”, es decir, sacralizará sus burradas. Con la deriva de la oposición chilena, Pinochet hubiera muerto en el poder como Castro.
La derrota de la dictadura en el plebiscito de 1989 no fue obra de la “trayectoria histórica de luchas” ni ninguna otra zarandaja, sino de que los opositores cambiaron radicalmente de mentalidad, rompieron con todo lo que habían hecho y viraron en 180º. De persistir en el camino, hubieran seguido su fracaso. La manía de que los fenómenos son producto inevitable de las condiciones y de fuerzas históricas indetenibles se llama historicismo
(he oído incluso alfabetas decir que Hitler, Stalin o Mao fueron “históricamente necesarios”).
En la Edad Media éramos simples ejecutantes de una partitura escrita por Dios. Lo que pasaba era necesario porque Él lo quería. San Agustín murió aterrado de que su alma estuviera condenada desde la eternidad y que todo lo que hizo para salvarse fuera inútil. En la visión moderna, la ciencia y la pseudociencia quieren ocupar el lugar de Dios y prescriben que la realidad es cognoscible y predecible. Hegel y Marx, creadores de cienciologías,
nos enseñaron a pensar en predestinaciones sociales, vicio que estorba entender lo político.
Destino final
Al estilo medieval, el sino de la Humanidad era ineluctable y habría un Fin de la Historia. Para Hegel el triunfo de la Justicia y la razón, el Espíritu Absoluto. Según Marx el socialismo-comunismo, luego de pasar los estadios avanzados de la sociedad capitalista, tal como ésta se desarrolló de manera natural en el régimen feudal, en una secuencia nieta-madre-abuela.
La violencia política era la simple partera de una criatura que ya estaba en el vientre de la historia. Cuando los comunistas hacían política, actuaban a nombre de la necesidad del parto, eran actores inconscientes de fuerzas ciegas, de condiciones materiales todopoderosas que conducirían a un destino inevitable. Los países industriales pasarían ineluctablemente al socialismo-comunismo en los hombros de la mayoría, el proletariado. Pero en Europa, después de conflictos y escarceos, la revolución fracasa y la destierra al Asia el mismo proletariado que debía amarla.
Lenin hace la primera revolución comunista, y Mao más tarde hace la segunda contra las previsiones de Marx, en países donde no había condiciones tal como él las concebía. Y demuestran que éstas no preexisten y son creación de la voluntad de poder, capaz de cambiar el destino y reírse de los profetas del futuro. 70 años después, contra las profecías, la humanidad presencia el hundimiento del mundo feliz, cuando horror derriba el muro de Berlín. Todavía hay sonámbulos que sueñan revoluciones.
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