Publicado en: El Universal
Parece una afirmación demasiado obvia para insistir en ella; pero es necesario, sabiendo cuánto espejismo fomentó en su momento la añagaza de la “máxima presión”: una sociedad sumida en la carencia material se hace más dependiente del gobierno de turno. Más susceptible, por ende, de ser presa de las celadas autoritarias y el alevoso control social. Sobran evidencias al respecto, y en esa abundante documentación no nos detendremos. Sí en la escabrosa zona de riesgos que gana terreno a nivel mundial, a cuenta de la pérdida de confianza en la democracia como sistema que mejor gestiona el camino hacia el progreso; progreso entendido como crecimiento económico (aumento de riqueza), innovación (reducción de costos y mayor eficiencia), y desarrollo social (mayor bienestar colectivo).
Tal como señalaba el informe del V-Dem Institute (“Democracy report 2023, Defiance in the Face of Autocratization”), el equilibrio global del poder económico y comercial está mutando de manera decisiva, con consecuente impacto en lo político, en el socavamiento de valores y referentes tradicionales. Un mundo en el que la multipolaridad, interdependencia e híperconectividad desafían la sólida hegemonía económica, política y cultural de potencias como los EE.UU., también ha supuesto cambios críticos de paradigmas, la adaptación al vértigo según arreglos más “líquidos”. Un número creciente de autocracias representa ahora el 46% del PIB global. La participación del comercio mundial entre democracias ha disminuido de 74% en 1998, a 47% en 2022. “Las autocracias se están volviendo cada vez menos dependientes de las democracias” en términos de sus exportaciones e importaciones. Y lo más grave: “La dependencia de las democracias en relación a las autocracias se ha duplicado en los últimos 30 años”.
¿Cómo sortear la fatal seducción de la “eficiencia sin libertad” sin que ello implique recurrir a penalidades inhumanas para las poblaciones? ¿Cómo contrarrestar, al mismo tiempo, el revés de las deficiencias del liderazgo democrático, para que la tenaz anti-fragilidad de los autoritarios no rebase a las sociedades? A merced de una estrambótica coyuntura marcada, además, por una guerra que amplifica las incertidumbres globales y agudiza la competencia: ¿qué hacer en el caso venezolano para que, lejos de anular la posibilidad de la apertura política, se pueda promover un modelo de desarrollo que nos encauce hacia el escenario de la democratización?
Conscientes de que enfrentamos un problema complejo, quizás podríamos encontrar algunas luces en los planteamientos de especialistas que, ganados por la idea del «matrimonio» entre el análisis político y el económico (North, 1999), ofrecen su visión sobre el rol e influjo de las instituciones en la naturaleza y sostenibilidad de los cambios políticos. Cabe recordar que para autores como Acemoglu y Robinson, las instituciones son reglas atadas a la distribución del poder político; reglas perdurables y que asignan el poder político de iure, mientras que la distribución de los recursos define el poder de facto, siendo el poder real una combinación de ambos tipos de poder. “Las élites terminan por aceptar las instituciones democráticas a cambio de evitar una situación revolucionaria”, observa Gonzalo Caballero Miguez. Para North, Wallis y Weingast, las instituciones aparecen a su vez como las reglas del juego social, leyes escritas, creencias, normas informales y convenciones formales, a lo cual se suma el “enforcement”; esto es, la adecuada ejecución y cumplimiento de esas pautas, que se subordina a la sociedad civil. Veblen afirma: “Las instituciones son una consecuencia de los hábitos”; de modo que transformarlas implica nuevos acuerdos, esquema de incentivos y manejo de costos de transacción.
Sirvan estas precisiones para entender que sin instituciones eficientes, que garanticen certezas procedimentales y contrapesos, la posibilidad de crecimiento es limitada. Un dilema que sin duda debe sopesar un gobierno sancionado, dispuesto en su momento a aplicar un ajuste macroeconómico feroz y a asumir el costo político que generaría, pero cuya caótica, imperfecta administración sólo ataja los avances. ¿El resultado? Contracción, disminución del consumo y la demanda, incapacidad para intervenir en el mercado local de divisas, incremento de la inflación -amenaza real y persistente: en agosto se registró la tasa más alta del año, 13,6%, según el Observatorio Venezolano de Finanzas- con consecuente presión del sector laboral por reivindicaciones salariales. La búsqueda de nuevas ayudas financieras de cara al año electoral trajina, a su vez, con el escepticismo de socios comerciales como China (el acreedor bilateral de mayor importancia en la región) al que Venezuela todavía debe unos $15.000 millones en préstamos previos respaldados por petróleo, como precisa Eurasia Group. A esto habría que añadir que el nuestro figura entre los primeros 15 países con mayor impunidad en el mundo (Atlas de la Impunidad, 2023); esto es, ejercicio del poder sin rendición de cuentas. No por casualidad, y junto con la recomendación de “reformas y apertura”, el propio Xi Jinping advertía que depende de los venezolanos «atraer capital, tecnología y buena administración».
Sobrevivir en tal contexto, entonces, pasa necesariamente por dotarse de un capital reputacional, una promesa creíble y resultados económicos positivos que permitan reorientar el impulso liberalizador y ganar confianza de los inversores. Esto es, reformas que suponen incorporación de factores distintos a la élite gobernante, que conjuren la viciosa dinámica del Estado depredador (J.K. Galbraith), reduzcan la coerción política y hagan prevalecer el interés general y la cooperación social voluntaria. He allí la gran oportunidad de los factores democratizantes, tanto internos como externos.
En este punto es útil recordar el caso español, la renovación institucional que a partir de 1959 no sólo socorrió a una economía «al borde del abismo», sino que ayudó a sentar bases de la democracia por venir. No hubo acá reemplazo compulsivo, radical, abrupto, sino mudanza gradual de paradigmas; una cuyo propósito no era precisamente el cambio político. Las reformas aupadas por el propio franquismo, no obstante, fueron procesadas con cautelosa habilidad por parte de la sociedad española y usadas para ganar capacidad de agencia. En el marco de la Guerra Fría, esa modernización, la transformación cultural, de hábitos y modos de vida, también fueron favorecidas por el ingreso de España a organismos internacionales (FMI, Banco Mundial) y el reinicio del intercambio con socios europeos. Naturalmente, no faltaron las tensiones entre adeptos de la vieja autarquía y la nueva política liberalizadora. Pero el envión reformista -y la eficiencia institucional que entraña la democratización- se impuso. Una experiencia para tener en cuenta, en fin, a la luz de lo que el ciclo electoral 2024-2025 podría suscitar en Venezuela.