Por: Andrés Miguel Rondón
Explica Paz en su libro el Ogro Filantrópico que llamar a todo acontecimiento político de drástica sucesión una revolución es ceder a una debilidad linguística. Distingue él entre una revolución, una rebelión y una revuelta. La primera es la consecuencia socio política de la culminación de un paulatino proceso de desarrollo, como lo fue en su momento la revolución racionalista del siglo XVIII o la americana también del mismo siglo. La segunda es un acontecimiento por definición marginal que por tal no conlleva a ningún cambio político duradero, por más agresivo que éste sea. La tercera, la revuelta, se parece a la revolución por el hecho de que es un fenómeno natural y colectivo en el cual el aparato político y la clase gobernante es violentamente sustituido; sin embargo, se diferencia a ésta en que responde a una suerte de revanchismo social, cuyo alimento primordial son las cicatrices sociales de una exclusión jerarquizada, que proyecta, en vez de un sólido sustento ideológico, un discurso apasionado de regreso y venganza. Es decir: la revuelta al pasado dorado. Lo que en Latinoamérica no es otra cosa que el mito del paraíso precolombino y la revancha popular en contra de los usurpadores europeos.
Para el Nóbel, no obstante, la definición no era del todo negativa. Especialmente en Latinoamérica. Sorprendentemente Paz veía en el movimiento Zapatista de la revolución mexicana la más sólida conciencia y por tanto visión histórica, y esto exclusivamente por su carácter de revuelta. Mientras los Juárez y Cárdenas despilfarraban la victoria haciendo de México una segunda Norteamérica y de la ciudad de México un experimento desenfrenado de positivismo; mientras obviaban el campo mexicano, la rica tradición mexicana y los sueños y creencias de los que hacían mayoría en dicho país, convirtiendo al D.F en la ‘gargantua cabeza de un cuerpo inválido’: lentamente se sacrificaba el devenir de México no más para que éste comiera las sobras de los banquetes intelectuales y políticos de la Europa del siglo XX. (Banquetes que, además, nunca se dieron en nombre de Latinoamérica). Asume Paz que de haber triunfado el zapatismo la suerte de México hubiese sido culturalmente endógena o, al menos, menos comprometida a sistemas político-culturales demasiado ajenos al mexicano.
La consecuencia, evidentemente, fue el fracaso liberal y modernista. Esto ya que dicho proyecto ‘era una tentativa de imponer esquemas geométricos sobre realidades vivas… de borrar la mancha, el pecado original de México: el haber nacido frente y en contra el mundo moderno’. La ciudad de México, ejemplo de lo que pasó en el resto del continente, terminó volviéndose un monstruo urbano: un ogro de dos cabezas. En el afán de querer desarrollar ciertos segmentos de la sociedad, se ignoró por completo las alarmantes y descontroladas tasas de reproducción del sector no desarrollado, el cual terminó por ahogar todo el proyecto positivista. Lejos y alrededor de los rascacielos crecieron los barrios con endemoniada rapacidad, producto de un titánico éxodo rural que –encima– trajo consigo la pérdida de la rica cultura folclórica del campo. Dos generaciones después, podemos ver, esta diáspora urbana es de una cultura marcada por la industrialización y californicación sui generis: abundante en pistolas, bastardismos y embarazos precoces, como a la vez escasa en civismo o religión.
Paz valoraba el Zapatismo en el hecho de que carecía de ideología más allá de la repartición de las tierras y el utopismo comunitario del retorno al campo ancestral. Entendía perfectamente que respondía principalmente a un acontecimiento social: era la consecuencia palpable de las añoranzas del sector más tradicional y empobrecido de México, aquél que para los modernizadores liberales era el no-desarrollado y hasta no-desarrollable. Es esta observación la que me llevó a pensar sobre el chavismo, pues leí en las palabras de Paz cosas que a menudo he sentido.
El chavismo fue y es (fue, más que es) una revuelta. Su matriz socialista no es más que parte de dicha revuelta. Bien se podría decir que en todo país subdesarrollado toda revolución socialista es más bien una revuelta. Véase: Rusia, Cuba, China. (Cosa que sin duda Marx y Engels entendieron a su manera). El fuego interno del chavismo es (o era) otro: su discurso de oprimido triunfante, de albacea de la herida causada por la exclusión de la Cuarta República y (por arte de magia retórica) de la colonia española, por ser el movimiento de los que Chávez llamo en su último discurso (aquél bajo la lluvia) los hijos de Guaicaipuro, la vociferante respuesta de aquéllos que no tuvieron voz en el miope devenir positivista de nuestra historia política –de aquéllos a los que primero se les postergó y por último se les fue olvidado su desarrollo. De la exclusión nació en la barriada una cultura igual o más rica que aquella del valle desarrollado: el chavismo era, entre otras cosas, la revuelta de dicha cultura. El éxito de los chistes y canciones del Aló Presidente, de las bulgakovianas medidas políticas de cambiarle el nombre al Ávila o la dirección del caballo al escudo de armas, de la fuerza del discurso por el discurso, de la retórica polarizante y revanchista, no hace más que demostrar la desesperante orfandad de un sector mayoritario de la nación que, rendido, ya no esperaba más de la política que una justificación histórica a su desventura.
El chavismo, ya estamos viendo, terminó por corromperse y hoy día ya ha perdido dicha fuerza. Podría hasta decirse que empezó corrompido por la misma, y terminó como Laetón quemándose las alas al sol.
Mi intención no es hacer una apología de las revueltas, mucho menos la bolivariana.Venezuela necesita desarrollo, y sí que necesita modernizarse. Sin embargo, para ello hay que saber qué es lo que es Venezuela, en la extensión multifacética de la palabra, y por tanto cómo debe modernizarse. Es decir, hay que, entendiéndonos en lo profundo, saber qué conservar en colectivo y por qué.
Mientras la oposición no entienda la fortaleza cultural e histórica del chavismo y la reniege, se empeñe en hablarle al país a través de un powerpoint sobre los índices de todo en los que nos va mal, y no logre crear un discurso positivo en el cual se proyecte asimisma como la corriente civilizadora de un país binario, cuya riqueza no es su petróleo sino su cultura; hasta que no engendre a un Santos Luzardo que sepa colearse a un toro y a la vez buscar la ley y la construcción de la cerca –y conserve en su espíritu ambos anhelos– seguirá sentenciada, cual Sísifo, al suicidio político cada diez años. Hasta entonces, estaremos condenados, culpables por negligentes, a cuanta revuelta venga.
Andrés Miguel Rondón. México, 2014
Un comentario
Excelente y muy pertinente la reflexión de Andrés Miguel.