Por: Elías Pino Iturrieta
En cada una de las etapas estelares de nuestra historia se ha invocado al pueblo con el objeto de convertirlo en protagonista del hecho que se refiere en términos entusiastas y que, por consiguiente, se debe conmemorar. No hay hazaña sin pueblo, no hay gesta sin la participación decisiva de las masas, se ha dicho hasta la saciedad. No se repite una mentira, desde luego, pero se acude a una verdad a medias. Los grandes movimientos de la historia dependen de una base social, sin la cual carecen de posibilidades de crecer y de establecerse con fundamento. No hay dudas al respecto, pero habitualmente exageramos cuando sacamos las cuentas de las victorias que han dependido de la actividad de un número incalculable de personas a quienes incumbe el fenómeno que se está desarrollando mientras ellas viven.
Así como las gentes comunes se sienten concernidas por un suceso que ocurre en su entorno, no deja de ser habitual que muestren indiferencia ante determinados hechos, pese al tamaño de su estatura. Son más los fenómenos que se han visto desde la orilla del camino, sin meter las narices en su desarrollo, que aquellos empujados por una determinación indiscutible de las multitudes. ¿Por qué? La indiferencia o la pasividad pueden depender de numerosos factores, como el miedo, las sospechas que producen los líderes, la falta de información y las metas que el movimiento se ha propuesto, capaces de provocar una carga de cavilaciones con sustento. Se pueden agregar otras motivaciones en torno a las distancias que toman o han podido tomar las sociedades frente a un fenómeno político, o ante la invitación que un conjunto de individuos les hacen, pero las mencionadas sirven para ilustrar el punto. Eso del bravo pueblo dispuesto a dejar su huella en los anales gloriosos de la historia puede figurar en el principio de la lista de las explicaciones más socorridas, pero también más exageradas.
En Venezuela tenemos ejemplos de sobra sobre el asunto, que se remontan a los orígenes de la Independencia, de esa gesta que, de acuerdo con lo que proclamamos en los fiestas patrias, fue obra de una masiva y portentosa reunión de voluntades. En los sucesos del 19 de Abril de 1810 no participó el pueblo, por más que nos empeñemos en colocarlo dentro de la escena. La gente no se enteró de lo que pasaba, o se limitó a presenciar un evento insólito frente a un balcón de la plaza de armas. Después, cuando se supo lo que ocurría, cuando las cosas pasaron de castaño a oscuro porque se trataba de acabar con la monarquía para formar una república independiente, fueron más los que apoyaron al pobre Fernando VII que los que pasearon en triunfo una bandera tricolor que jamás habían visto y que no les inspiraba confianza. La Independencia no fue solo una guerra contra los españoles, sino también contra las multitudes formadas por realistas venezolanos que se oponían a una revolución. Costó mucha sangre, pero también se gastó mucha labia, para que la indiferencia y la resistencia se convirtieran en amistad y en apoyo serio. Si se mira con ojos distintos lo que pasó después, en lo que faltaba de siglo y en numerosos hechos de nuestros días, se puede llegar a la misma conclusión. Así por ejemplo, en las pugnas que condujeron a hechos dignos de especial atención, como los derrocamientos de Rómulo Gallegos y de Marcos Pérez Jiménez. En el primer caso el pueblo hizo mutis por el foro, y en el segundo apenas apareció cuando se enteró de que el régimen militar se estaba despidiendo a la carrera.
Si se observan los episodios nacionales desde esa óptica, sentiremos que en la actualidad se le ha dado un viraje contundente a los hábitos de apatía o tibieza que han ido usuales. La reacción de la sociedad contra los desmanes de la dictadura de Maduro no tiene antecedentes. El hecho masivo que ahora determina el rumbo de los sucesos no se había observado jamás antes, por más que se le busque la vuelta a la conducta de los antepasados. No existe comparación entre la contundencia de las broncas contra el madurismo, resueltas y valientes en sentido masivo, rebosantes de coraje y de sangre derramada, con los temores y los amagos del pasado, desde cuando existimos como república. Hoy será un día para comprobarlo, una jornada de rectificación de una historia que generalmente no se ha contado con republicana madurez.