Soledad Morillo Belloso

Querer a Venezuela desde lejos – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Querer a Venezuela desde el exilio es como seguir queriendo a la casa donde uno nació, aunque ya no se duerma allí. Es como tener el olor del patio metido en la nariz, como si en la memoria el mango siguiera cayendo del árbol. Porque el amor por Venezuela no se quedó atrás, no se quedó en Maiquetía ni en la última gaveta que se vació. Ese amor se montó en el avión, cruzó fronteras, se metió en los bolsillos, en los zapatos, en las canciones que alguien tararea sin darse cuenta.

Los que están lejos siguen sintiendo a Venezuela como si estuvieran aquí. Porque Venezuela no es sólo un mapa, es una manera de hablar, de reírse, de hacer mercado, de saludar con cariño aunque no se conozca a la gente. Es ese gesto de creer que el aguacate pega con casi todo, de decir “miamor” sin pensarlo, de llorar con una gaita en noviembre aunque afuera nieve. Es saber que el pan de jamón no es sólo comida, sino bendición. Que el papelón con limón no es sólo bebida, es infancia con regalo de la abuela. Que el “Dios te bendiga” no es sólo frase, es abrazo.

Desde el exilio, querer a Venezuela es prender una velita y decir “Buenas noches” aunque se viva en otro idioma. Es hacer arepas, ponerles mantequilla y queso y sentir que saben a familia. Es contarle a los hijos que en Venezuela hay playas que parecen cuentos, que la gente baila hasta con la tristeza, que se aprendió a besar con sabor a chocolate.

Ese amor no se pierde. Se transforma. Se vuelve más hondo, más sabio, más paciente. Se vuelve abrazo largo, se vuelve beso. Y aunque duela, también da fuerza. Porque querer a Venezuela desde lejos es promesa. Promesa de seguir nombrándola, de seguir celebrándola, de seguir llevándola como estampita pegada en el corazón.

Querer a Venezuela desde lejos es aprender a vivir con la nostalgia como compañera permanente. Es saber que hay días en que se despierta con ganas de oír el grito de una guacharaca, de ver el cerro al fondo, de caminar por una calle donde la gente te diga “buenas” con una sonrisa. Y aunque no se pueda, se lo imagina. Se lo revive. Se lo canta. Porque el amor por Venezuela no se quedó en Venezuela. Viajó también. Se metió en la piel. Y ahí sigue, latiendo, acariciando.

Es también aceptar que el país que uno recuerda no es el mismo. Pero eso no importa. Porque el amor no necesita exactitud. Necesita memoria. Necesita ternura. Necesita esa manera de decir “te extraño” sin palabras, sólo con una receta, una canción, una historia que empieza con “cuando yo era chamo…”

Querer a Venezuela desde el exilio es seguir siendo venezolano, aunque el pasaporte esté vencido, aunque el acento se mezcle, aunque el mapa diga otra cosa. Es saber que se lleva el país en la manera de mirar, en la forma de echar cuentos, en el modo de ser. Porque Venezuela no es sólo tierra. Es ritmo. Es conversa. Es pasión.

Y ese amor, aunque esté lejos, no se enfría. Se cuece lento. Como el sancocho que se prepara en otro país, con ingredientes parecidos aunque no iguales. Y sin embargo, sabe a casa. Porque la casa, al final, es donde se ama. Y se ama a Venezuela. Aunque esté lejos.

 

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