Publicado en: Polítika UCAB
Por: Trino Márquez
A partir de 2006, fecha de las últimas elecciones competitivas en las cuales intervino Daniel Ortega, en Nicaragua fue instalándose una tiranía sanguinaria, similar a la implantada por los hermanos Castro en Cuba. En la actualidad, el pequeño y arruinado país centroamericano constituye una inmensa cárcel custodiada por los esbirros que rodean a la pareja conformada por Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo. Los dueños de la nación son la pareja, sus hijos y el pequeño grupo de incondicionales que los rodea.
Atrás quedaron los acuerdos de Esquipulas impulsados por el Grupo Contadora, hace casi cuatro décadas, que promovían la Paz Firme y Duradera en la región, según señalaba el último de esos acuerdos. En esos pactos, se garantizaba la democracia y la vigencia de las instituciones republicanas en las naciones centroamericanas. En la actualidad, el Gobierno de Nicaragua viola de forma sistemática los derechos humanos. Acabó con la libertad de organización, expresión y movilización. El derecho a la protesta se esfumó. Todas las instituciones del Estado quedaron subordinadas a la voluntad de la dupla Ortega-Murillo. Los ciudadanos se encuentran desprotegidos ante el poder creciente de un Estado cada vez más abusador. Desaparecieron las organizaciones civiles que los agrupaban y los medios de comunicación a través de los cuales denunciaban los excesos y demandaban el resguardo de sus derechos. Tampoco cuentan con tribunales y jueces independientes a los que puedan acudir para exigir que no se vulneren sus libertades políticas y civiles. En este cuadro tan precario, no podía dejar de afectarse el derecho de propiedad, que ahora quedó a merced de los caprichos del régimen.
En la deriva autoritaria, Ortega y Murillo fueron acabando con los partidos opositores y con los eventuales candidatos presidenciales de esas agrupaciones; con los periódicos, emisoras de televisión y estaciones de radio contrarios al Gobierno; con los empresarios privados que no bajaban la cerviz frente a los nuevos amos del poder. Cualquiera que exprese una opinión distinta a la línea oficial pasa a convertirse en enemigo del Estado y traidor a la patria, y es condenado a largas penas de prisión. Cristiana Chamorro, hija de Pedro Chamorro y de la expresidenta Violeta Chamorro –quien despuntaba en las encuestas como firme adversaria de Ortega en las próximas elecciones presidenciales- fue una de las primeras víctimas de la razia. Luego vinieron las otras figuras con algún liderazgo nacional.
Entre las víctimas favoritas del sadismo oficial se encuentra la Iglesia Católica nicaragüense. Desde curas de parroquia hasta arzobispos, toda la jerarquía eclesiástica ha sido atacada por Ortega y Murillo.
Las últimas atrocidades del régimen nicaragüense han aumentado el desconcierto y malestar de los sectores democráticos latinoamericanos. Daniel Ortega (dejemos tranquila a su señora esposa) superó todos los límites del desafuero. El déspota expulsó y expatrió a varios centenares de nicaragüenses que se encontraban en las cárceles solo por haber denunciado alguna fechoría del régimen o haber criticado algunas de sus políticas. Los acusó de ‘traición a la patria’. Además, también despojó de su nacionalidad a Sergio Ramírez, premio Cervantes y ex vicepresidente de Nicaragua, y a otros escritores, periodistas y activistas sociales. No contento con esos exabruptos, el obispo Rolando Álvarez fue acusado de ‘conspiración’ y condenado a 26 años de prisión, en represalia por negarse a ser desterrado de su país. Este obispo prefirió la cárcel al exilio.
¿Quién es Daniel Ortega para decidir quién es nicaragüense y quién no? ¿Acaso un mandatario circunstancial tiene la potestad de quitarle a un ciudadano la nacionalidad?
Los excesos de Ortega han convertido a su régimen en una edición ampliada y empeorada de la dinastía de los Somoza, que gobernó a ese martirizado país durante más de cuarenta años.
El delirio paranoide de Ortega y su brutal embestida contra los ciudadanos e instituciones del estado de Derecho deberían provocar una reunión urgente de la Organización de Estados Americanos (OEA), pues en Nicaragua se han violado de manera continua los preceptos fundamentales establecidos en la Carta Democrática Interamericana (CDI) y en la Carta Interamericana de los Derechos Humanos, cuyo preceptos la OEA está obligada a hacer cumplir. Sin embargo, no hay que ilusionarse. El reciente giro hacia la izquierda en el continente permite suponer que Ortega seguirá cometiendo toda clase de atrocidades frente al silencio cómplice, o el apoyo abierto, de los gobiernos de López Obrador, Xiomara Castro, Gustavo Petro, Lula da Silva, Alberto Fernández y, desde luego, de Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel.
El único gobernante colocado en el terreno de la izquierda que ha repudiado sin atenuantes a Ortega ha sido Gabriel Boric, el joven y valiente presidente chileno. Sin embargo, su voz no es suficiente para execrar al déspota nicaragüense del sistema interamericano. El papa Francisco, cuya opinión sería de enorme peso, se ha limitado a hacerle llamados piadosos a Ortega, algo que el dictador ni siquiera entra a considerar.
Daniel Ortega y el régimen que levantó representan una vergüenza que debe ser condenada. Hagámoslo, al menos, quienes podamos.