Publicado en: El Universal
Siempre tentado a desafiar los dogmas sociales, a caminar sobre el terreno movedizo que eso entraña, el gran dramaturgo noruego Henrik Ibsen estrenaba en 1883 una de sus obras más polémicas, “Un enemigo del pueblo”. En una ciudad-balneario que era la imagen a escala del país, como notaron algunos críticos, transcurre una historia que entonces ni ahora pasa desapercibida por su contundencia y alcance. Tras haber impulsado la creación del balneario (principal fuente de ingresos de la comunidad) el doctor Tomas Stockmann, “un hombre libre, un hombre honrado”, descubre y denuncia que sus aguas están contaminadas. Lo que procede entonces, dice, es cerrar de inmediato hasta resolver el problema. Al principio la alarma acusa recibo. Luego, recala como una amenaza a la estabilidad colectiva. La revelación es tan incómoda que, lejos de percibirse como fruto de la responsabilidad, es tomada como un atrevimiento. He allí la “tiranía social” de la habló John Stuart Mill. De influyente figura, el médico pasa entonces a ser crucificado en la hoguera de la opinión pública.
“Las fuentes de nuestra vida moral están envenenadas”, sentencia Stockmann. El planteamiento es tremendo: no sólo que la verdad no siempre cae en gracia al poder y que, por obra de la manipulación, el “bien común” degeneraría en noción funcional al interés de pocos. También que esa premisa de que la “compacta” mayoría “siempre tiene la razón” podría operar como un invalidante mito, una azarosa enemiga de la libertad y el bienestar de una sociedad. Pero amén de eso, la obra alienta otras reflexiones, no menos prestas a interpelarnos. Reflexiones que en tiempos en los que la prudencia política está tan devaluada y la democracia pasa por crisis que dan cuenta de la preeminencia de la pulsión por sobre los valores, importa revisar desapasionadamente. Eso para intentar comprender, entre otras cosas, dónde han estado las fallas del sistema, que son asimismo fallas de los agentes que dan carne y nervio a las instituciones, y cómo atajar la distorsión. El precoz recelo de Ibsen (a finales del siglo XIX ese “gobierno de los más” era apenas un esbozo) también alude al riesgo de que la democracia acabe vampirizada por demagogos.
Contra la embestida de neo-populistas a menudo favorecidos por mayorías sedientas de atención, resentidas, proscritas del espacio público, huérfanas de representación, cabe reconocer que no toda contraoferta ofrece hoy dique efectivo. Hablamos de la gestión de otra clase de “idealismo” –más bien el del simple diletante, como describía Weber a aquel político negado a la enérgica doma de la propia alma- empeñado en quedarse a vivir en las bellas abstracciones y dar la espalda a la “impura” realidad. La cruda respuesta de la señora Stockmann ante la frustración de su marido resume bien estos dilemas: “¿de qué te sirve tener la razón si no tienes el poder?”.
Sin poder, sin chance de materializarse, los ideales corren el riesgo de morir de inanición. A esa conclusión -que podría desalentar a más de un corazón enardecido- podríamos llegar tras asistir al linchamiento de nuestro probo pero humillado protagonista. No puede darse por sentado que todos, “razonables e irrazonables” -como desmañadamente calculaba el señor Billing, redactor del periódico del pueblo- serán proclives a apoyar las propuestas sensatas. Así como tampoco se puede asumir que las propuestas que secundan algunas multitudes exasperadas, serán siempre dechados de ponderación.
La historia venezolana ha propinado algunos buenos bofetones al respecto. En país con cultura democrática hubo muchos rabiosos dispuestos a justificar el golpismo “moral” y “justiciero”, la defenestración de CAP, el triunfo del caudillo que prometió freír las cabezas de los corruptos en aceite. A merced de la gran catarsis, la minoría acabó convertida en un no-pueblo. Más recientemente y seducida por las quimeras de cierto liderazgo, buena parte de la población apostó no al camino trabajoso y largo de la democratización institucionalizada, la de la conquista progresiva de espacios; sino al atajo rupturista de una revolución, “el quiebre”, la súbita y eventual emergencia de un “nuevo orden”. La “legitimidad” de tales fines -esgrimida como argumento que desestimaría cualquier mientras-tanto, cualquier realista interregno- tropezó sin embargo con el mismo cuestionamiento de Catalina Stockmann: ¿de qué sirve la razón o el deseo si no se tiene el poder para producir concreciones?
Como recuerda Sartori, en el extremo que ocupa el “idealismo malo”, el de los ideales mal entendidos y torpemente empleados, el del perfeccionismo que entumece, no conviene estancarse. Incluso para defender posturas políticas legítimas y avalar un determinado ethos es indispensable tomar en cuenta a la realidad, –“eso que de mil maneras nos ofrece resistencia”, desliza Savater- entender sus límites pero también sus posibilidades.
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