Publicado en: El Universal
En “Una teoría de la Democracia Compleja” Daniel Innerarity abunda en la necesidad de refrescar códigos de una política pensada para otra época, otra polis relativamente simple; y de “aggiornar” visiones y procesos que deberían abrazar la complejidad en aumento. Pero aprender una nueva gramática del poder en un mundo de “intemperie compartida”, constituido “más por bienes y males comunes que por intereses exclusivos”, es doble reto para una sociedad como la venezolana, trabada en esta cuneta histórica que nos retrotrajo a esquemas desalojados por la modernidad. A merced de ella, el país luce incluso desfasado de los ciclos políticos de la región, de las agendas de desarrollo y las urgencias que hoy atenúan las tradicionales fronteras entre izquierdas y derechas.
Inmersa en crisis de legitimidad y confianza, acribillada por déficits que socavan la praxis democrática y que, por ende, minimizan la reflexión y la autocrítica, la promesa de cambio baila acá entre lo que fracasó, lo que debe concluir (¿o reformarse?) y el hambre de lo “nuevo”, sin dar con vías para su realización. Situación que remite al famoso interregno gramsciano, donde “se verifican los fenómenos morbosos más variados”. No extraña que ese cambio, impuesto a menudo desde lo externo, desde las formas y ramplonas imitaciones y no presentado a lomos de la sustancia y el examen de las particularidades, choque una y otra vez con la tapia de la incredulidad. La notable ausencia de logros a favor de las mayorías, resta brillo a voceros y ofertas a los que no faltan pretenciosos empaques mediáticos, por cierto. Mucho marketing y pocas nueces.
En el caso de los partidos de oposición, la tarea de mediación entre el público y el interés general no ha dejado de estar acechada “por la seducción de la inmediatez”. Y aquí cabe hacer una distinción entre la necesidad de recuperar la sintonía con la sociedad, y esto que hoy deja ver una alarmante confusión de roles, competencias e identidades. El riesgo tras la obsesión por no ser impopular, no desdecir los deseos de la multitud, no llevar la contraria a las corrientes de opinión en tiempos en que estas operan como guillotinas, es que la política -y los políticos- acaben siendo irrelevantes. Prescindibles, por tanto. De hecho, el ascenso de figuras ajenas a la política en democracias funcionales pero con alcances cuestionados, da fe de una peligrosa deriva. Más que una era posdemocrática -dice también Innerarity- vivimos una era pospolítica, de democracia sin política.
Pero incluso con las restricciones y amenazas propias de un sistema no-democrático como el nuestro, las posibilidades de abrir espacios de influencia y movilización, de apelar a las redes sociales y la conversación virtual, de rejuvenecer las formas clásicas de participación, organizar la protesta, entrar en contacto directo con las comunidades para hacer pedagogía o retomar la consabida e insustituible gimnasia del vis-à-vis, no están del todo anuladas. Al contrario. Entonces cabría pensar que la falla radica en otro lado. En esa desmaña para encauzar expectativas y demandas de los ciudadanos, y configurar un “espacio público de calidad donde todo ello se discuta, pondere y sintetice” (Innerarity).
Una dirigencia rebasada por esa impotencia, por el disgusto de audiencias que no dudan en abuchearla, ha optado por refugiarse en fórmulas probadas, “seguras”. Eso, sin detenerse demasiado a calibrar las claves del contexto, la irrupción de nuevos paradigmas y actores, también en el chavismo; otros estilos de activismo, reclamos y prioridades que reorientan la agenda social, pero que piden ser ordenados con criterios políticos. Así, unos piensan que si las primarias funcionaron en 2012, lo más seguro es que funcionen ahora, aun a contrapelo de los vínculos deshechos, la dispersión de intereses o la ausencia de un proyecto de nación que serene, a corto y largo plazo, los apetitos personalistas de poder. Otros estarían apostando a que, en línea con cierta tendencia global, la solución será invocar al forastero, el volátil outsider; convencidos a priori de que la ola de desafección es imparable, y que la solución está en darle a la gente (¿un niño incontinente?) “lo que pide”. Resignación o arrogancia, improvisación y “horror vacui”, hacer algo para no lucir petrificados. Los esfuerzos por apartarse de la poda simplificadora y atajar la despolitización, no abundan.
“Los políticos no están hechos para renunciar, están hechos para aprender y persistir”. Eso afirmaba un fenómeno del ciberactivismo en Colombia, el carismático exalcalde de Bogotá e impulsor de la “Ola verde”, Antanas Mockus, tras asumir su derrota en las presidenciales de 2010 ante un candidato del establishment, el moderado Juan Manuel Santos. Sirva la frase para recordar que, incluso en condiciones hostiles para el oficio y plenas de incertidumbre cognitiva, la decisión de excluir o autoexcluirse, soslayar el enfoque complejo o endosar la propia responsabilidad a otros sectores por suponer agotadas todas las alternativas, no se explica en el político activo.
Quizás el remedio para esa apatía cívica que suele devenir en un “soberano negativo”, sea precisamente el afán en repolitizar consciencias y espacios. Esto es, antes de designar nombres para 2024, ir al rescate de dinámicas que hagan posible la transformación de ciertas relaciones y condiciones sociales (movilizar a los casi 2 millones de venezolanos menores de 25 años que, dentro del país y a finales de 2021, seguían sin formalizar su inscripción en el Registro Electoral, sería un buen comienzo). La historia enseña que la tarea de devolver prestigio a la política recae en aquellos que ven en la traba un acicate para la reinvención, no una razón para conformarse con la “privilegiada” butaca del convidado de piedra.