Por: Jean Maninat
En los albores de la humanidad, cuando el hombre bajó de los árboles hastiado de su dieta herbívora y empezó a olfatear carne con apetito carnívoro y -según Kubrick- casi por descuido, mientras jugueteaba con un hueso golpeándolo contra el suelo, uno de nuestros ancestros descubrió el arma homicida -y el poder que otorgaba- se instauró la primera división de clases: entre los que transitaron del fémur a la cachiporra adquiriendo destrezas y los que a lo sumo alcanzaron a cubrirse el cráneo con ineptas extremidades, antes de que un mazazo poderoso los descalabrara y los ubicara en su subalterno lugar.
Desde entonces, la lucha entre los de arriba y los de abajo ha sido incesante, se toma partido, luego se crean partidos políticos, sistemas políticos para gerenciar las diferencias, conceptos y teorías para entenderlas y explicarlas, y sistemas de protección para amortiguar la contundencia del garrotazo que amenaza secularmente con poner punto final a las discrepancias y comenzar -de nuevo- de nuevo.
Ah, pero los blandengues, siempre en el medio, denostados por los duros de bando y bando, por los aguerridos del punto final, los maestros de baile expertos del “para atrás ni para tomar impulso”. En la izquierda de raigambre marxista-leninista no había peor insulto que el de reformista, una especie de colaboracionista criollo avant-garde, un timorato de asumir la lucha (a ver, a ver…) hasta el fin, yes.
(Había un señor nacido, en Praga, llamado Karl Johann Kautsky, prominente miembro del Partido Socialdemócrata de Alemania y connotado teórico marxista, quien se opuso a la hegemonía bolchevique en el movimiento socialista internacional y recibió el lapidario calificativo de “renegado Kautsky” por parte de Lenin. Durante años militantes comunistas de todos los continentes hablaron del “renegado Kautsky” sin haberlo leído ni saber dónde había nacido).
Entre los ñángaras podía ser mortal (en muchos casos literalmente) ser acusado de socialdemócrata, lo que equivalía a ser considerado socialtraidor, un enemigo de la causa del proletariado, un polizón en la nave revolucionaria. Incluso años después de la debacle del comunismo como sistema, ya el muro de Berlín hecho souvenir, partidos que eran escisiones de las organizaciones comunistas se rebautizaban como izquierda democrática, o argumentaban pertenencia a un vago socialismo democrático diferenciado de la socialdemocracia internacional reunida en la reformista Internacional Socialista. (Por supuesto, si usted no viene de eso que llaman la izquierda todo esto le parecerá obtuso y ocioso, con toda la razón del mundo).
Ser asociado con el reformismo, el gradualismo, el piano piano si va lontano, era, en fin de cuentas, una muestra de tener una fuga de energía en el motor revolucionario, de aburguesamiento, de rendición a la burguesía, de ser “socialtraidores”.
Pero fíjese usted que han sido precisamente los socialdemócratas quienes han promovido el Estado del bienestar y su armonización (siempre difícil) con el pensamiento liberal. Por eso siempre han sido infamados, de lado y lado.
¡Reformistas!