Por: Jean Maninat
En el Jurasic Park de la política de izquierda latinoamericana, los políticos que querían borrar de su ADN el tatuaje de su temprana afiliación al marxismo-leninismo, la revolución y el desplome del orden burgués, se autodenominaron de “izquierda democrática”, como si inventarse un segundo apellido los libraría de la parentela ideológica que los había amamantado desde su nada tierna niñez insurreccional. Era una especie de “waiver” sobre las antiguas creencias para incorporarse a la “democracia burguesa” con cierta distinción. Tanto nadar en contra para morir en la misma orilla se decían los demócratas de siempre cuando los recibían de brazos abiertos y sorna guardada.
Pero no hay que ser injustos, en el mundo revolucionario era una verdadera revolución, un cisma, se decía religiosamente, cuando se rompía con las sedes eclesiásticas de la Unión Soviética,China, o Cuba. Y las excomuniones eran severas, y pesaban en la “conciencia de clase” recién liberada. Se inventó el socialismo democrático para distinguirse del socialismo real, pero no había nada peor que ser calificado de socialdemócrata, un anatema heredado del pleistoceno bolchevique.
Fastidiaba, como una mosca boba zumbando alrededor de la oreja ideológica, que la Internacional Socialista (IS) estuviera compuesta fundamentalmente de partidos socialdemócratas, muchos con años en el poder y una fuerte base de apoyo popular. Con los años se pondrían de lado tales remilgos y una avalancha de peticiones de afiliación inundaría la sede en Londres. Suddenly, todos llevaban orgullosos el remoquete de socialdemócratas, y se abrazaban con los ahora compañeros del Partido Socialdemócrata de Dinamarca (SD), el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México o el Partido Socialista Obrero Español (PSOE).
(Trivia: ¿Sabía usted que Voluntad Popular (VP) y Primero Justicia (PJ) son miembros, entre otros, de la Internacional Socialista (IS) por Venezuela?).
Por la rendija de apertura progresista se coló toda clase de bien intencionados que violentaron sus constituciones a nombre del pueblo -que en algunos casos los acompañó gustoso- para intentar perpetuarse en el poder. El desdén por las formas democráticas se mezcló con un populismo desorbitado, y un culto a la personalidad que tuvo su mayor expresión en el Socialismo del Siglo XXI. ¡La izquierda soy yo!
La prensa internacional -bueno, parte de ella- se pregunta si hay un resurgir de la izquierda en Latinoamérica a raíz del triunfo de López Obrador en México, de Alberto Fernández en Argentina, de Luis Arce en Bolivia, y la victoria en primera vuelta de Andrés Arauz en Ecuador, y sobre todo si es el regreso del viejo progresismo de hace un par de décadas. Todo indica que los viejos reflejos siguen allí, pero las chequeras son puros talonarios de lo ya gastado y aún cuando el apetito por los commodities se ha vuelto a despertar, no tiene la voracidad de antes.
Es difícil predecir si estamos de regreso o frente a una nueva cepa de populismo. Al menos la que se expande en el México de López Obrador, es mucho más agresiva y no tiene -al menos por ahora- quien la contenga. Y en el Brasil de Bolsonaro una cepa de autoritarismo de otro género se explaya con vigor. Ni izquierda ni derecha: peor.
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