Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“Un montón de gente no es una república”
Aristóteles
Lo que define en sentido clásico a una República es, según Aristóteles, la realización de la libertad, la justicia y el bien común, sustentados en la cada vez mayor profundización del desarrollo de las más variadas capacidades cognoscitivas de la ciudadanía, cabe decir, de su Ethos o su civilidad. Es la educación, la formación cultural, lo que hace posible la identificación de la bondad, la belleza y la verdad como la savia vital, única e idéntica, que alimenta y nutre toda la estructura orgánica, todo el cuerpo, de la sociedad entera. Omne trinum perfectum est. El éxito de una república depende, en gran medida, de la calidad de su formación educativa. Y hasta se podría llegar a afirmar que toda auténtica república es, en el fondo, una sociedad del y para el conocimiento, incluyendo el de sí misma . Como dice Aristóteles, el bien se identifica con la verdad, mientras que el mal se identifica con la ignorancia: “la maldad en la elección -dice el estagirita- no es causa de lo involuntario sino de la ignorancia”. Sólo de este modo se puede concretar la efectiva división de los poderes públicos y su recíproco control; la conformación, así como la consecuente participación activa de la auténtica ciudadanía, lo mismo que la representación de todos los sectores de la sociedad, con iguales atribuciones y derechos.
“Derecho Natural y Ciencia del Estado” es el subtítulo de la obra más importante del pensamiento político escrita por Hegel: sus Lineamientos de la Filosofía del Derecho. Los términos presentes en el mencionado subtítulo, designan dos disciplinas que son constitutivas de la filosofía jurídico-política pre-hegeliana, precisamente, el ‘derecho natural’ y la ‘ciencia del Estado’. La primera tiene sus orígenes entre el siglo XVII y XVIII. La segunda pertenece a la tradición de la filosofía política clásica. Lo sustancial del propósito de Hegel consiste en sorprender la abstracción que se genera a partir de la fractura, del desgarramiento, puesta entre ambos términos. Para la filosofía política clásica, una visión de los hombres aislada de lo político significa el acercamiento a lo meramente natural y barbárico, la salida de la civilización. El soporte del idiota. Sólo con la irrupción de la subjetividad, propia del espíritu moderno, la llamada ciencia del Estado se independiza de la antigua consideración del ámbito de lo público como comunitas civilis sive politica. Pero el resultado fue la separación radical de la vida política y de la vida civil, del derecho y la moralidad. Desde entonces, o el individuo privado o el Estado son puestos, indistintamente, como premisas del quehacer de la sociedad. El comunitarismo o el individualismo tienen sus orígenes en esta doble abstracción.
Norberto Bobbio habla de ‘individualismo’ contra ‘organicismo’. De un lado, el emprendimiento privado. Del otro, el estatismo proteccionista. Dos polos antagónicos que, inducidos por la lógica del entendimiento reflexivo, se enfrentan recíprocamente. O lo uno o lo otro. El Aut-Aut: o el totalitarismo estatista o el individualismo privatista. La trama se ha roto y el tejido social cobra sus inevitables víctimas. Sin fuentes de producción, sin alimentos, sin medicinas, con una inflación que se desborda con el pasar de las horas, con una inusitada violencia que amenaza la propia existencia del ser social, del todo y de las partes. Es la república de la conciencia desgarrada, de la ficción, del no-reconocimiento. La república del dolor, en la que no cabe el Ethos o, como lo llama Ortega y Gasset, la civilidad. La reflexión ha actuado para cumplir su labor de disección: el “socialismo” se asume como el aplastamiento absoluto de la iniciativa privada. El “neo-liberalismo” como la hostil confrontación “contra el Estado”. Estatolatría contra privatización. Privatización contra estatolatría. Y, dependiendo del punto de vista desde el cual se represente el correspondiente antagonismo, se asumirá el consecuente “logos” maniqueo: éste es “el bueno”; el “otro” es “el malo”. Prisioneros de sus correspondientes dogmas particulares, en realidad, de sus “pasiones tristes” -como las denomina Spinoza-, de sus irracionales prejuicios e inclinaciones instintivas -mientras, nel mezzo del cammin le van sacando el mayor provecho personal al asunto-, ambos lados terminan por depauperar y destruir la sociedad y, con ella, a los individuos, es decir, tanto a la sociedad política como a la sociedad civil, ese complejo orgánico y necesariamente contradictorio, correlativo en sí mismo, que constituye al Estado.
¿Cómo se puede interpretar el “no estamos dispuestos a entregar el poder”, como estatismo o como supremo individualismo, como comunitarismo o como privatización del Estado? ¿Cómo conviene asumir la vieja sentencia: “no participo en elecciones, no me interesa la política”, ¿como una expresión de la privatización de la vida pública o como una manifestación de estatismo privatizador? En síntesis, la “lógica”, o más bien, este modelo de la absoluta incoherencia e inconsecuencia, desde la cual se pretenden fundamentar ambos puntos de vista -o más bien, sus intereses-, terminan por trastocarse recíprocamente, poniendo de relieve las miserias sobre las cuales sustentan sus discrepancias. Al final, tirios y troyanos terminan asumiendo el “silogismo de autoridad”, que presupone la existencia de un “lado bueno” y un “lado malo”, como si cada lado pudiese existir sin la presencia del otro, como si ambos no fuesen necesarios el uno para el otro, como si cada uno de ellos no fuese la garantía de la existencia del otro.
Conviene, una vez más, insistir en la formación cultural, en la schilleriana educación estética, como fundamento de la vida pública y de la vida privada para la creación, como dice Hegel, de una “segunda naturaleza”, como, de hecho, lo es la vida civil. El Ethos no es, como supone la tradición jurídico-política moderna, una “teoría de la moral”, sino, en sentido estricto, la indisoluble unidad de individuo y sociedad. Para tener costumbres robustas, capaces de promover bondad y prosperidad, es prioritario conquistar una adecuada reforma moral e intelectual. El Estado no es la simple supresión del derecho y la moralidad sino, justamente, su correspondiente superación y conservación. Lo uno no es nada sin lo otro. Sólo se supera lo que se conserva. Un árbol no es un árbol si no conserva en la majestad de la extensión de su follaje la multiplicación de la semilla que le ha dado origen. Y es en esto que consiste el objetivo de una educación integral, capaz de trascender los límites de lo meramente técnico o instrumental. Más que del conocimiento, el futuro está en la sociedad del re-conocimiento porque el re-conocimiento es la garantía de la libertad republicana. La libertad debe enfrentarse y superar los límites que ella misma se impone. No hacerlo significa permanecer en la pura pretensión de ser lo que no se es. Las repúblicas de la reflexión, de mero reflejo -que viven de espejismos-, con sus “montones de gentes” y, en consecuencia, con sus multitudes ignorantes, están condenadas a padecer las plagas generadas por su propia barbarie.