República, virtud e interés – Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

En su célebre obra La democracia en América (1835), el joven Alexis de Tocqueville exhibía su fascinación en relación a eso que describió como el arte de la asociación, la propensión a asociarse que detectó entre los novísimos demócratas estadounidenses. Bajo el vigoroso paraguas de la igualdad ante la ley, notaba cómo estos se mostraban entusiastas a la hora de afiliarse y debatir dónde y cada vez que fuese necesario, a fin de examinar aquellos temas que los interpelaban como ciudadanos. Por esta vía, dice, la sociedad lograba poner en práctica mecanismos adicionales de control del poder, con niveles de transparencia que promovían una mayor participación del pueblo y un funcionamiento más óptimo del sistema.

Tocqueville, suerte de “liberal resignado” (Mariano Grondona, 1986) y espectador proveniente de ese mundo derrotado por la Revolución francesa, sigue así a Montesquieu -uno de sus autores favoritos- cuando preconiza la división de poderes, la distribución interna del poder estatal y los balances que allí germinan. Pero en el caso de los EE. UU., concedía además especial importancia a esa limitación del poder ejercido desde fuera, desde instancias de poder ajenas al Estado o “poderes intermedios”.

Nociones como capital social, reciprocidad, participación cívica, gobernanza comunitaria, navegan en el espíritu de estos planteamientos. En muchos sentidos, de la vertebración de esos cuerpos secundarios, de la cooperación entre individuos prestos al aprovechamiento racional de oportunidades nacidas en el marco de tales intercambios, depende el exitoso establecimiento de un sistema que dificulta la centralización del poder y habilita la idea del autogobierno ciudadano. Pero todavía puede hacer más, sugiere Tocqueville. Pues el tipo de equilibrio que esos poderes intermedios ya introducían en tiempos monárquico-aristocráticos, también podría operar como fuente de contención frente a las distorsiones que, avaladas por el gobierno del dêmos, se acentuarían en tiempos democráticos.

Como apuntan Tony Judt y Timothy Snyder (2012), aunque la democracia ha sido “la mejor defensa a corto plazo contra las alternativas no democráticas”, no es inmune a sus propias taras congénitas. Los griegos sospechaban que era menos probable que la democracia sucumbiese ante la seducción del autoritarismo, a que lo hiciera “ante una versión corrupta de sí misma”. La proverbial tensión entre libertad e igualdad añade complejidad a ese asunto. Tampoco era ajeno a Tocqueville el hecho de que, por temor a la anarquía y la incertidumbre, los pueblos a veces prefieren ceder su autonomía, entregar el poder al cualquiera que garantice el orden. Ocasión para que un eventual déspota, esgrimiendo caprichosamente la ley, intensificase a su vez ese sentimiento de individualismo propio del “idiotés” ateniense, el no-ciudadano: un habitante ensimismado y egoísta, desentendido de los avatares de la polis y absorto en sus asuntos privados.

Así, sugiere Tocqueville, individualismo y despotismo son prácticamente caras de una misma moneda. Y al operar juntos, favorecen la ruptura de los vínculos tradicionales, la desintegración social, la anomia, la desmovilización política que beneficia a ese despotismo dulce y reparador de todos los males, criatura “arrinconada en el fondo del cuerpo social”. Porque, “¿cómo resistir a la tiranía en un país donde cada individuo es débil, y donde los individuos no están unidos por un interés común?”

Igualados en sus derechos y deberes pero también en su debilidad frente al Estado, a esos ciudadanos sin privilegios que los distingan no les queda más que unir fuerzas e inteligencias para crear un poder mayor. Uno que, al mismo tiempo, proteja contra la tiranía de la mayoría, contra la voracidad de esa masa presta a engullir la diferencia, a borrar las individualidades. “Siendo cada hombre igualmente débil, sentirá una igual necesidad de sus semejantes; y sabiendo que no puede obtener su apoyo sino a condición de prestarles su colaboración, descubrirá sin esfuerzo que, para él, el interés particular se confunde con el interés general”. Ganar influjo en ese competitivo terreno exige entonces emprender esa ardua tarea que en las sociedades aristocráticas resultaba espontánea, casi automática. Como ocurría en la novel democracia estadounidense, la clave será fortalecer el gobierno de carácter local (el township jeffersoniano, el condado) y las instituciones municipales; promover esa asociación libre de los ciudadanos que corrige el egoísmo y descentralizar el poder, actuando no contra el Estado, sino con el Estado; prestar atención a la política a pequeña escala, en fin, allí donde el interés particular y el general prácticamente se fusionan.

Así, trajinando con los énfasis y distancias entre una República de la virtud y una República del interés, vemos a la democracia liberal enfrentando riesgos y dilemas que nunca se erradican del todo, que apenas se desanudan focalizada y provisionalmente. Uno de ellos, la posibilidad de que ante la incertidumbre, el miedo, la fragilidad de una sociedad fijada “irrevocablemente en la infancia”, ese oxímoron que plantea el despotismo democrático se normalice y legitime, voto mediante. De nuevo, el ejercicio de una ciudadanía dotada de un interés bien entendido acá es vital. Si bien no cabe esperar que el ciudadano se consagre enteramente a la voluntad general, que lo público extienda sus apéndices hasta volverse indistinguible de lo privado, al mismo importa entender que la comunidad política no es posible sin ciudadanos iguales y distintos que asumen que parte de su tiempo debe transferirse a la esfera pública.

Liberalismo y republicanismo, libertad e igualdad, individuo y comunidad, desprendimiento e interés. La inacabable búsqueda del equilibrio entre ideas que contrapuntean y que a primera vista parecen excluirse, es quizás un rasgo que retrata con propiedad a las democracias. De allí la necesidad de una política que obligue a operar en el centro del espectro: plural y abundante en contrapesos, regulada por instituciones, proclive a la moderación y las síntesis, al impulso regulado, “tan distante del orgullo como de la bajeza”. De algún modo, Tocqueville anticipaba esa invitación a la adaptabilidad que los tiempos proponen a los aliados de la sociedad abierta. Un espejo para venezolanos forzados a recomponer hábitos, pautas de relacionamiento, estructuras para la mediación y la cooperación, buena parte de lo que se construyó y se desbarató al calor de las malas decisiones; eso, sabiendo “que la libertad nace de ordinario entre tormentas, se establece trabajosamente y con discordias civiles, y sólo cuando ya es vieja se pueden conocer sus beneficios”.

 

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