Era la primavera de 1999, Rod Carew estaba en el terreno, uniformado de Angelino, invitado como coach especial a los entrenamientos del equipo. Al ver a Rubén recostó el bate que tenía en la mano de un tobo de pelotas y se preparó para recibir el abrazo de su amigo periodista.
Se hicieron cercanos cuando el Salón de la Fama panameño fue jugador de los Tigres de Aragua.
Recuerdo perfecto aquella clínica que le pidió para la audiencia de Promar TV, comenzó así, con Carew bate en mano: “Rod Carew tenía siete maneras de pararse en plató y daba imparables hacia todos lados”…
Recorrer los campos primaverales con Rubén Mijares tenía varias ventajas, una era esa, la garantía de que muchas de esas leyendas apartarían unos minutos de su tiempo para atender al veterano periodista y a quienes lo acompañábamos. Otra cosa muy valiosa era verlo trabajar, su abordaje en las entrevistas, tanto con las estrellas como con los novatos, andar con él era aprender constantemente, de pelota y de periodismo.
Rubén Mijares era dueño de un sinfín de historias memorables, recordaba cada detalle de los siete juegos de la Serie Mundial de 1975, tal vez sea por eso, más que por mi propia memoria, que la considero la mejor de todos los tiempos. Describía a cada uno de los jugadores realzando sus fortalezas, le daba importancia a los detalles que no vimos quienes la seguimos en nuestros televisores en blanco y negro.
Nos iba contando historias mientras conducía por las carreteras de Arizona y se desviaba para detenerse en un mall Outlet para aprovechar las ofertas y buscar una tienda de música para encontrar un disco, otro más, de Dámaso Pérez Prado, entonces el cubano se convertía en otro pasajero, en parte de la banda sonora de días inolvidables ¡Uh!
No conozco a nadie que supiera más de la música del genio del mambo.
Era divertido y ocurrente, generoso para compartir sus conocimientos y sus cuentos, que parecían inagotables, fueron más de 40 años de campo en campo, incontables innings, ponches y batazos.
Parecía rudo, como todos tenía sus días de mejor humor que otros, pero no perdía la caballerosidad, siempre.
Sin embargo yo solo puedo decir que disfruté su anecdotario y su dulzura. Me conmovía verlo buscar las muñecas Barbies más hermosas de cada juguetería, para su hija Gaby, con quien fue un padre amoroso y orgulloso.
Su sentido del humor era otra característica, ocurrente y veloz para sacar el bate, mejor dicho, para responder a situaciones.
Una vez, en Cooperstown, su esposa Mariela salió de una tienda con un espantapájaros precioso, vestido de pelotero,
de más de metro y medio. Cuando la vio con el muñeco, ella muy emocionada con su compra, la miró unos segundos y le preguntó: “¿Tú le compraste pasaje a ese señor?”, cada vez que lo recuerdo me río porque Mariela le respondió con un guiño y le hizo imaginar lo bien que luciría en su hogar de Barquisimeto.
Creo que todos los amigos de Ruben tenemos cuentos para recordarlo y los fanáticos montones de comentarios que hacía en las transmisiones y que nos enseñaron a ver mejor el juego.
A Rubén Mijares le debemos, por ejemplo, el plan de mejoramiento de los árbitros, libros de los momentos resaltantes de la LVBP por años, interesantes análisis que dejó en sus columnas “Beisbol por dentro”, clínicas con jugadores de todas las posiciones y lecciones que no se propuso dar y de las que aprendimos muchas cosas.
Uno veía el beisbol de una manera y después de una conversa con Rubén, lo veía con más herramientas, con más elementos para analizar.
Era un Atlas a todo color, una enciclopedia que hablaba sabroso, no era posible aburrirse si estaba él.
Aprendió a hablar inglés cuando era un niño y limpiaba botas a los ejecutivos de Creole, con quienes conversaba de beisbol mientras lustraba zapatos y ellos a cambio le iban enseñando su idioma, le regalaban revistas que luego traducía con un diccionario y así, casi sin darse cuenta, se hizo bilingüe.
Emprendedor, insaciable de conocimiento y con ganas de surgir, se vinculó con el deporte que amaba con esa ventaja que le abrió el mundo para siempre.
Además sabía mucho de voleibol y otras disciplinas, porque era un inconforme, siempre quería saber más y de todo sacaba un aprendizaje.
Enriqueció la visión de muchos de mi generación, de todos quienes tuvimos el privilegio de escucharlo, en persona o a través de la radio, la televisión o sus escritos.
Su historia hay que contarla, por inspiradora, porque era prueba viviente de que todo es posible.
Aquel muchachito que llegó a Caracas con 6 años y unos pocos bolívares en el bolsillo y que terminó con la fortuna de saber que hizo todo lo que quiso.
Decidió irse la madrugada entre el Día de la Divina Pastora y el Día del Maestro, dejándonos afligidos por su ausencia, pero con la satisfacción de haberlo disfrutado y de tener tanto qué agradecerle.
No quiero despedirlo en esta crónica, no sé si es posible despedirse de alguien que en verdad está y estará presente para siempre, en el beisbol que vean mis ojos y en cada acorde de Pérez Prado que escuchen mis oídos.