Publicado en: El Universal
“Revisemos los resultados de la antipolítica, que fue la que nos trajo esta desgracia… no podemos castigar las iniciativas”. La excarcelación del diputado Edgar Zambrano, fruto del acuerdo entre los llamados partidos minoritarios de la oposición y el gobierno de Maduro, ha servido para contrastar algunas opiniones basadas en el socorrido credo “con secuestradores no se negocia”. También para examinar aquello de que lo digno es que las arbitrariedades del opresor sean refutadas no con movidas políticas, y sí exigiendo rotundos desagravios, pues “no somos suizos”, tampoco sudafricanos, polacos, chilenos o tunecinos, “el caso de Venezuela es único” y “no estamos para romanticismos”.
Pero miremos más allá del puntual tsunami que el llamado a apelar a “la fuerza de la palabra” produjo entre espíritus agarrotadas por el prejuicio y los radicalismos 2.0 (y que llevó a los tunantes de siempre a urdir fake-news tan contrarias a la impronta de la declaración original, que extraña que algunos avispados observadores no captasen la chambonada en su momento). Las reacciones de sorpresa ante la mesura de quien, tras ser víctima del aciago cautiverio, sigue abogando por la negociación para detener el naufragio en curso, confirman cuán extraño a nuestra cotidianidad -y a la política- se volvió el sentido común.
De allí la fantasía de que el nudo pueda deshacerse en instancias del todo ajenas a nuestro concurso, a nuestra genuina potencia. De que invocar las huestes y cañones que no tenemos y otros sí, conjurará la carencia palpable. De que la visión no sólo piadosa, sino pragmática de hombres como Mandela o De Klerk (quien aconseja a los venezolanos enfocarse en “soluciones significativas, tratar las causas (de la crisis) de raíz… sentarse en una mesa sin demasiadas precondiciones y decirse: “tenemos que salvar a nuestra población”) no vale para un trastorno “excepcional” como el nuestro. O de que, por obra del voluntarismo y a espaldas de toda esa evidencia histórica que invalida a los flatus vocis, apuestas como la abstención, las sanciones, la machtpolitik, el puñetazo y no la deliberación; la jugada en tableros donde la vía política alterna de forma promiscua con la de una inexistente fuerza, la soflama sin eco en la acción o las gestiones de repúblicas aéreas, tendrán éxito esta vez, sí-o-sí.
Advertir la dejadez en términos de observación de la realidad monda y lironda, el esguince de la auto-percepción, hace pensar que la escasez de soluciones y el superávit de expectativas responden no sólo al yerro de los diagnósticos de base, sino a la resistencia a abandonar la butaca del wishful thinking. Penosamente, el sentido común acaba así destripado por el deseo de ver lo que queremos ver, no lo que es, no lo que los sentidos y la razón acreditan. Y al despachar esa capacidad natural de juzgar la coyuntura de forma lógica a partir del básico sondeo del entorno; ese elemento organizador de la multiplicidad, esa facultad del “buen sentido” que según Descartes permite al ser humano discernir dónde comienza y termina la verdad, dónde el error, la política no puede producir concreciones.
Cabe preguntarse si el afán de preferir trochas en lugar de autopistas, si abrazar el procedimiento culebrero y efectista cuando todo invita a valorar lo que fue útil para mitigar costos y aumentar el capital político (hablamos de la lucha democrática, pacífica, constitucional, electoral) tendrá que ver también con la subestimación inconsciente que se hace de ese sensus communis. Voltaire lo explica mejor: el buen sentido podría confundirse con “razón tosca, sin pulir, primera noción de las cosas ordinarias, estado intermedio entre la estupidez y el ingenio”; no importa que, como al niño del cuento, sirva para detectar la desnudez evidente, la que otros deciden no ver. Por eso “el árabe, que es un buen calculista, un químico sabio o un astrónomo exacto cree, sin embargo, que Mahoma puso la mitad de la luna en su manga”. En el primer caso “ve con sus propios ojos y perfecciona su inteligencia, en el último caso ve por los ojos de los demás, cierra los suyos y pervierte el sentido común que posee”.
No en balde la idea del “common man” da piso a la democracia anglosajona. Sin sentido común -y razón práctica, prudencia, sensibilidad para resonar con un otro sufriente, astucia para leer el mudable presente y operar sobre él, entre otros aliños del juicio político- la tarea de hablar-actuar en el espacio público pierde sustancia. Defenderse del sabotaje de la ceguera autoimpuesta es esencial cuando el plan se engatilla y la realidad anuncia: el país sigue muriendo de mengua, señores, y paradójicamente, el inextricable “cese de la usurpación” no luce más nítido que en enero.
“Revisemos los resultados…”; aun sin demasiadas esperanzas puestas en los alcances de un nuevo diálogo nacional, conviene oír la campanada. Examinar hechos con ojos abiertos quizás lleve a entender que sin resultados no hay fe, no hay mantra, no hay mangas prodigiosas que valgan.
Lea también: «Déficit de piedad«, de Mibelis Acevedo Donís