Por: Alberto Barrera Tyszka
Me estrenó el día un vecino que me atajó en el pasillo con un codazo y media sonrisa socarrona: «¿Y entonces? ¿Cómo te preparas para el domingo?», me preguntó, como si fuera mi entrenador deportivo personal. Luego me dio dos palmadas en la espalda y me ofreció su mejor mueca de complicidad: «Vas a escribir sobre el papel tualé, ¿no?».
El hombre también tenía ideas. Alguna cosilla creativa se le había ocurrido después de escuchar el anuncio oficial de la importación de 50 toneladas de papel de baño. Por ejemplo: «Podrías decir que esa es la mejor prueba de que el país está como el culo, ¿no te parece?». Y se rió, feliz, orgulloso de la frase. Me acompañó un rato comentándome lo importante que sería relacionar la famosa «soberanía alimentaria» con nuestra precaria situación de papel higiénico, hablar de la obra del Gobierno como una letrina: «¡Sin pudor! ¡Dales duro, Barrera!».
Pasé el resto del día pensando en esa capacidad tan nuestra de someter los conflictos con humor, de aflojar y digerir la realidad a punta de picardías, ingenios y chistes.
Siempre encontramos una vuelta para convertir la risa en una forma de indignación.
Se trata de un método natural para sobrevivir. Es probablemente nuestra mejor terapia cotidiana. Por eso alguien como Laureano Márquez es casi nuestro Freud particular. La indignación sigue ahí, tensa, creciendo, pero el humor nos ayuda a administrarla, nos ayuda a creer que todo lo que ocurre es, de alguna manera, normal.
Pienso que la noción de normalidad podría ser un gran indicador de lo que pasa en el país. Una forma, una ruta para rastrear e indagar sobre este proceso. Tal vez, una historia menuda y atenta de las variaciones y mudanzas de lo que consideramos «normal» podría darnos una versión de lo que ha pasado en nuestra sociedad durante todos estos años. Cualquiera podría hacer una lista, el ejercicio de mirar cómo, en el tiempo, se ha ido constituyendo un nuevo orden de lo natural.
Es normal sospechar que tu teléfono puede estar pinchado. Es normal pronunciar la palabra dólar en voz baja. Es normal tener un guardadito en efectivo, escondido en un lugar de la casa, por si acaso a ti o a alguien cercano le toca un secuestro express. Es normal hacer colas en el supermercado y preguntar qué cantidad de kilos de arroz o de paquetes de harina puedes llevar. Es normal que el Presidente encadene todas las radios y televisoras cada vez que le da la gana. Es normal no salir de noche. Y haber tenido que ir alguna vez a la morgue, por desgracia, también es normal.
Imponer una hegemonía implica imponer una identidad, una nueva lógica, con un sentido común diferente, con una versión distinta de lo absurdo. Ahora es normal que Diosdado Cabello quiera dar un golpe de Estado en la Asamblea Nacional. Es normal que les quite la palabra y los cargos, que amenace con quitarles también los sueldos, a los diputados de oposición, diputados que -por cierto- sacaron más votos que los diputados oficialistas en las últimas elecciones parlamentarias. Es normal, entonces, que un militar, abusando de su poder, desconozca y traicione la voluntad de la mayoría del pueblo.
Que el Presidente insulte públicamente a cualquier ciudadano es supernormal. Que los ministros pasen más horas en la televisión que en sus lugares de trabajo también es normalísimo. Que te asalten en el Metro, en un cine o en un entierro no tiene nada de raro. Es normal que seamos un país rico y que tengamos una de las inflaciones más altas del mundo. Es normal que Globovisión deje de ser un canal crítico y que el Gobierno proponga que la Fuerza Armada tenga también un canal de televisión. Es normal que cualquiera se vista con la Bandera Nacional. Es normal que todo el mundo hable de Dios. Es normal que el Estado sea la propiedad privada de un grupete, que los cubanos se encarguen de nuestras cédulas de identidad, que los periodistas vivan bajo sospecha y que un animador de televisión demande acciones legales en contra de quienes no son sus fans.
En su primer mes de gobierno, Maduro ha denunciado varias conspiraciones, un apartheid mediático destinado a «invisibilizarlo», dos o tres proyectos de golpes de Estado, un nuevo plan de magnicidio, más de un complot internacional y algunas guerras de cuarta o de quinta generación. Todo esto en solo treinta días. Normalito, pues. Maduro ha hecho lo imposible por ganar legitimidad pero no lo logra. Pareciera que no sólo estamos ante una crisis de un liderazgo sino también de un modelo, de un sentido de la normalidad que quizás empieza a hacer agua.
A la semana de ser apresuradamente juramentado como presidente, Nicolás Maduro viajó a La Habana y firmó un acuerdo de cooperación por 2.000 millones de dólares. Eso también es normal.
Tan normal como, pocos días después, anunciar la importación de las benditas 50 toneladas de papel de baño. A veces mi vecino tiene razón: ya todos sabemos cómo está el país.