Sobrevivimos al 2017. Con mucho dolor y penurias. Millones se sumaron a la estampida de venezolanos que huyen de un país cuyo pronóstico es malo, en todo sentido. Son principalmente profesionales y técnicos de hasta cincuenta años. Es decir, en la edad más productiva. Hablamos de una economía hecha jirones. De una inflación a la que incluso cumpliendo todas las recomendaciones de Luis Vicente no hay cómo ganarle. La escasez aumenta. El «no hay» es la respuesta en los expendios de productos y servicios. Ya no hay ni bachaqueros. Los saqueos y protestas revelan la gravedad de la catástrofe. Los rostros macilentos de los niños registrando la basura son gritos de dolor que pretenden ser acallados con la repartición insuficiente de jugueticos de perro.
Si alguien dice la verdad, no falta la crítica necia. Porque a según «estamos destruyendo la esperanza». Nos acusan de ser apocalípticos depresivos. Lo dicen como si la esperanza fuera un ingrediente que viniera en cajita y que se pone como un agregado a una fórmula infalible. Harían bien en entender que sin Dunkerke no hubiera habido Normandía.
Dunkerke fue a la vez un terrible fracaso y una impresionante victoria. Fracaso porque las tropas británicas y sus aliados tuvieron que retirarse. Victoria porque en una operación que lucía imposible consiguieron rescatar 338 mil soldados. Luego de Dunkerke, Churchill da un discurso que es un aprendizaje. Ese discurso se convirtió en la base de la formulación de la estrategia para lo que años más tarde se convirtió en el exitoso desembarco en Normandía. La función y responsabilidad del liderazgo no es colocarse en medio de los sobrevivientes. Es crear las condiciones, las estrategias y las tácticas para conseguir vencer al enemigo, no para simplemente sobrevivir a sus embates. Suena muy romántico eso de mezclarse con la población que sufre. Pero ver a los dirigentes en las colas no es lo que va a acabar con las penurias. El problema es mucho más grave y grande que los perniles navideños que no llegaron.
El gran sobreviviente al desastre de 2017 es Maduro. En el mundo nadie entiende cómo. Pero lo logró. Ahí está, apoltronado en Miraflores. Es el presidente. Durmiendo como bebé. Nunca le falta un chiste de mal gusto, una burla insolente, una procacidad desvergonzada, una retrechería insoportable. Ya es obvio no sólo que no que no quiere a Venezuela; más bien la odia. Le hubiera gustado nacer en la Cuba de Fidel.
Rafael Ramírez entra en el juego de tronos. Siempre estuvo. Pero ahora quiere ser el rey con potestad para uso de dragones. Tiene poder. Poder que quema. Y lo usará. Yerran quienes lo ven como figura enclenque. Está moviendo sus piezas. Y puede convertirse en la promesa. «Con Ramírez se vivía mejor». Es el comentario que se escucha por los pasillos de la comunidad petrolera nacional e internacional. Y siembra su mensaje en campos y ciudades. Alto, esbelto, sabe comer con cuchillo y tenedor. Se deslastra de la etiqueta de «ñángara». Reivindica a la verdadera revolución, traicionada por Maduro y su cohorte de oportunistas. Escoge con precisión cada palabra que escribe en sus epístolas y en lo que declara a un medio. Sus palabras se hacen virales.
Entretanto, la oposición luce perdida, extraviada. Dando tumbos. Como sin conseguir entender que liderazgo no es jugarle al sufrimiento o escribir comunicados plagados de frases hechas y lugares comunes carentes de contenido. El último del año fue un ejercicio fútil de retórica. Hubiera sido tanto más sensato escribirle a Maduro, directamente. Cantarle las verdades.
Es año electoral. ¿Lo es? Puede que sí, puede que no. Hay nueva presidencia en la Asamblea Nacional. Tiene que volver al juego de tronos, sin recostarse sobre los hombros de los ciudadanos. Y tiene que hacerlo ya, antes que misia Delcy y la infausta Constituyente le aplique muerte por garrote vil.
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