Mi opinión no es optimista. Ni pesimista. Me zambullo en el realismo. Leo lo que piensan gentes de todo pensamiento. Imagino lo que sentirán las gentes de a pie, esos que a diario confrontan los problemas que tienen cría. Y me preguntó si quienes tenemos acceso s lectores nos percatamos de qué tamaño es la penuria que atormenta a esa gente, a esos millones de venezolanos que cada día sufren más y viven peor. Qué digo viven, sobreviven. A esos les suena hueca la ristra de textos con análisis cargados de citas célebres, los miles de whatsapp y tuits con pensamientos altivos. Sí, escribo la palabra «altivos» adrede. En ocasiones siento que los analistas están (estamos) cada día más distantes de la tirana realidad de las inmensas mayorías. Palabra clave, «realidad». ¿Saben qué? La realidad venezolana supera ya con mucho las palabras que se puedan poner en una cuartilla digital, o en un ensayo, o tan siquiera en un mal chiste. Esos textos están repletos de palabras complicadas. Los debates entre analistas se construyen como un juego de Ping pong del que los ciudadanos son simples espectadores. Y la discusión entre expertos se vuelve distante, ajena, un enfrentamiento entre egocéntricos. Una competencia por quien usa un argumento más elaborado, más denso, más intrincado. Es un concurso por medallas. Quien acumula más «likes» y «rt’s», quien gana en el «yo lo dije». La pelotica pasa de un lado a otro. A los espectadores les duele el cuello. Y cuando termina el «match», los espectadores concluyen que el resultado no les produce ningún beneficio, no les sirve para cosa alguna, ya ni tan siquiera para llenar vacíos. Todo eso a diario y a chorros, y frente a un régimen usurpador con cobertura de teflón, al que todo le resbala por la pendiente de la indiferencia, un régimen que tiene muy aceitada y perfectamente asfaltada la carretera entre los oídos, un régimen al que le sabe a casabe viejo lo que de él puedan pensar los ciudadanos.
Chávez vivía de la popularidad, era adicto a los aplausos. Maduro es inmune a esa enfermedad. No le importa en lo absoluto que todas las encuestas lo pongan a la altura del betún en materia de apoyos. Que la ciudadanía haya pasado de sentirlo como una incomodidad a simple y directamente despreciarlo y detestarlo, más bien le gusta. Así se lava las manos con respecto a la tiranía de la popularidad. Maduro y su círculo de usurpadores viven para ellos. El resto bien puede fugarse del país o morir de mengua. Que los pozos de petróleo no produzcan, que las ubres de las vacas estén secas, que la tierra esté yerma, que cada día cierren más Santamarías, no sólo no le importa. Más bien le produce placer. Se siente el triunfador en el juego de tronos. Y si para lograrlo y mantenerlo así el reino tenía que colapsar, sea pues.
La noche del 30 de abril, luego de los sucesos y de la transmisión de la cadena grabada horas antes, los usurpadores se sentaron en torno a una mesa, a degustar un banquete pantagruélico, a brindar sonrientes con vinos caros y whiskey de muchos años de maduración. Y los analistas, de una y otra tendencia, se sentaron frente a las pantallas a escribir frases con color, olor y sabor a eslogan publicitario. Al día siguiente los ciudadanos se estrellaron contra la realidad del país hecho jirones. Y ya se les había olvidado quién dijo qué, quién escribió el tuits que más «likes» y «rt’s» tuvo. Esas frases tan inteligentes resultan inútiles cuando hay que darle la cara a la luz que cortan por horas, los precios que no hay cómo pagar, las medicinas que no se consiguen, los empleos que se destruyen, las fábricas que hay que apagar y los bolsillos rotos.
A «Game of Thrones» le quedan apenas dos episodios. En dos domingos termina. ¿Cuántas temporadas – que no solo episodios – le quedan al juego de tronos venezolano? La decisión sobre Venezuela se tomará en oficinas extranjeras, en los tiempos y modos que los extranjeros consideren propicio. Un querido amigo me recuerda un proverbio africano: «cuando los elefantes pelean el que se sufre es el pasto».