Publicado en: El Universal
Ya no resulta una novedad: cuando la realidad interpone callejones sin salida y la frustración acogota, la gente sólo precisa una exigua luz para empezar a divisar héroes, seres que en apariencia pueden atajar la muerte y domeñarla. “El mito es un sueño de los pueblos”, dice el discípulo de Freud, Otto Rank. En ello el psicoanalista percibía el giro de la cultura sobre la experiencia infantil, el deseo de retornar al instante en que, desentendidos de la maldad del mundo, éramos protegidos por nuestros padres, única autoridad y fuente de toda creencia, según anunciaba el mismo Freud.
Partir de la certeza de que el mito -ese “sueño colectivo” cuyo denominador común se ancla a deseos que bucean desde siempre en el alma humana- surge como relato que pone en escena personajes, paisajes y objetos con específica valoración simbólica, explica su impacto en lo político. Allí donde el lenguaje y sus representaciones adquieren rol protagónico, allí donde la palabra tiene el don de satisfacer necesidades no-tangibles y generar acción (en tantoestímulo para desencadenar energías de pasivización o excitación, señala Edelman) el mito tiene oportunidad de echar raíces y crecer, incluso hasta dislocar la realidad.
Necesitamos símbolos, ciertamente, y ellos son útiles en la medida en que, esgrimidos de forma constructiva, ayudan a preservar una cultura proclive al sano intercambio en la polis o a cohesionar a la sociedad en aras de metas comunes. Pero si el símbolo se deforma y manipula hasta separarlo de su sentido, cuando en paroxismo de resolución se traslada todo el peso de su significado a individualidades, volvemos a toparnos con la arena afectiva donde el populismo se agazapa: ese pathos exaltado que aprovechan los liderazgos extremistas para seducir voluntades e imponerse en medio del desorden.
Sí: pareciera que cuando las instituciones son depuestas simbólicamente por el “héroe” -pasó con Chávez- se concreta un proceso de vaciamiento de su significado y con ello, la sustitución de la realidad política. Peligroso momento, sin duda. Si se cuenta con fuerza material y poder de facto para habilitar la distorsión, todo camina hacia derroteros de opresión harto conocidos. Si no hay esa fuerza o existe de forma restringida; cuando el relato de marras atiende a la compulsiva confección de hitos y liderazgos prêt-à-porter, a la urgencia de despachar como sea el horror vacui, el desencanto promete surgir una y otra vez como corolario. Y con él, la fullera lapidación del líder que “no estuvo a la altura del desafío”.
Eso lleva a creer que, hoy más que nunca, importa estrujar el sentido de la realidad, actuar conforme a una ética de las consecuencias. Y distinguir dónde y con quiénes están las oportunidades de recomposición de la oposición democrática, cuál el alcance tangible de sus fortalezas en un contexto autoritario, cómo instrumentarlas; entender por qué los hechos imponen su hegemonía sobre el deseo que campanea sin coto ni noción de impedimentos.
“La defensa es para tiempos de escasez, el ataque para tiempos de abundancia”, nos recuerda Sun-Tzu. Creer que la realidad cambiará al renombrarla, fantasear con atributos que exceden los medios de la Asamblea Nacional o de su presidente -carga que en la pantanosa circunstancia venezolana ya se encaja como un planeta en los hombros de Atlas- o malbaratar la ventaja que el reconocimiento internacional brinda al Parlamento como legítimo interlocutor en eventual escenario de negociación, no suena estratégico ni sensato. A despecho de la conseja del pensamiento mágico, acá lo que cabe es mesura: capacidad para guardar distancia de los hombres y las cosas, dice Max Weber, para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder la tranquilidad.
Con virtudes y limitaciones que -ojalá para bien- tendremos ocasión de ir descubriendo, Juan Guaidó, como señala Fernando Mires, es sólo “la representación temporal del liderazgo constitucional”; eso no debe perderse de vista, y el diputado parece saberlo. En ese sentido conviene mirar con objetividad sus movidas y presionar para que sumen a la defensa de la integridad de la institución que, circunstancialmente, representa.
Contra el irracional deseo de algunos, en fin, no hay mitología, causalidad astrológica por desentrañar ni señal divina arrimando solvencias para acreditar a otro mesías rebelde. A lo que sí podemos aspirar es a que, conscientes de este espinoso tránsito y del compromiso que supone una mediación efectiva, haya una voz serena agenciando la acumulación de fuerza concreta, visible, políticamente útil. Recordemos que el vacío sigue allí, que hay quienes insisten en recomendar el salto: “yo al moro le vierto en el oído este veneno”, casi sisean, cual Yago. Las sirenas no dejan de instigar con su lúbrico canto, los Argonautas no pueden dar por sentado el favor de los dioses. Habrá que seguir apelando al talento de los mortales para catar la hondura de ese mar alebrestado y descifrar cómo salir de él, de la mejor manera posible.
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