Los cuentos de la diáspora son cada vez mayores y más dolorosos. Estar unos días en Florida y mezclarse con la comunidad de inmigrantes venezolanos estruja el alma. Cada rostro es una historia brusca. Una desgarradura en ebullición. La gente tiene al país en el temblor del abrazo, en los rincones de cada frase. La nostalgia se les ha convertido en un bosque bruñido. Una oscuridad que se toca con los dedos.
La breve gira de “Se Busca un País” por Estados Unidos remueve nuestras propias aguas. Mariaca Semprún, Claudio Nazoa y yo nos conseguimos con venezolanos cada veinte metros. Literalmente. No hay exageración. La realidad ya es una hipérbole. Una trabajadora del aeropuerto de Miami nacida en Acarigua, un vendedor en Walgreens que se crió en Vista Alegre, un restaurante en Brickell donde trabajan 23 venezolanos, un dueño de un bar en la International Drive con acento maracucho. Están en todos lados. La lista es interminable. Todos cargan una cicatriz distinta pero el origen es el mismo. El adiós.
En Orlando, la primera persona con la que nos topamos nos recibe con tanta gentileza en su mirada que aún antes de cruzar la primera palabra sabemos que es venezolana. La mujer, en sus 40, es de Valencia. No hubo mayores preámbulos. Su historia escuece el ánimo. Es una politóloga, con indudable dominio de la materia, que hoy trabaja como Housekeeping Manager en un modesto hotel. Su vida cambió cuando una tarde fue secuestrada, golpeada, pateada y arrojada al hombrillo de la autopista. Tenía dos meses de embarazo. La violencia de las patadas mató a la criatura que llevaba en su vientre. Devastada, decidió irse del país, sobre todo cuando entendió que el secuestro tenía implicaciones políticas. Hoy intenta rehacer su vida con templanza y optimismo. Sigue conectada a los avatares de la realidad política nacional. Es implacable en sus juicios. Su nostalgia también es implacable.
Así la historia de un músico que emigró y ha tenido que vivir en el sofá de sus amigos durante cinco meses. Raciona su presencia para evitar el hartazgo que produce toda visita prolongada. No pasa más de 3 semanas en cada sofá. Ya se le confunden los amaneceres. Ha tenido que trabajar como taxista, modo Uber, o recogiendo escombros. Este último oficio, pesado, lleno de polvo y piedra, lo ha compartido con antiguos ejecutivos de empresas que alguna vez fueron prósperas en Caracas. A la faena se les suma luego un equipo de mujeres que barre y lava el residuo de los escombros. Todas venezolanas. Una de ellas era gerente de una planta de Polar. En fin, profesionales de alto calibre, artistas, universitarios, gente formada, inteligente, sensible, que ha visto cómo se le derrumbó el plan de su vida por este saqueo en proceso llamado revolución.
Es mucha gente. Demasiadas historias. Y cada día son más. Venezolanos que se arrojan al quién sabe. Venezolanos que no le duelen ni un segundo a Nicolás Maduro. Nunca los nombra. Los ignora. Les son indiferentes. Así como ignora a los desesperados que revuelven la basura en pos de un mordisco de pan. Así como desconoce a los penitentes de la salud. Así como cierra los ojos ante su propia mediocridad. Todo sea por el poder. Porque el poder debe seguir en manos de la revolución. Criminal, negligente y corrupto el poder, pero revolucionario.
No, la historia no los absolverá. Ya ha comenzado su condena: el repudio general de todo un país. Hasta ahora, lo único que han logrado es postergar el juicio final. Pero la historia ya está escribiendo la sentencia. No se salvarán. No hay manera.
Afuera, en el exilio, miles y miles de venezolanos esperan por ese día. Sienten que la justicia tarda, pero muchos confían en que llegará. Son tantas víctimas que es inconcebible el triunfo de la impunidad.
El país, sin duda, debe ajustar cuentas con sus verdugos. Sobre la mesa aparecerán líneas de perdón, opciones de reconciliación y el penumbroso tejido de las negociaciones. Pero la justicia también debe hablar. Insisto, son tantas víctimas.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – NOVIEMBRE 10, 2016