Por: Jean Maninat
(A Indiana Jones)
¿En qué momento deslizamos el pie en ese incierto lugar de la tercera edad y las alarmas empiezan a sonar guiii, guiii, guiii? ¿Quién nos da la bienvenida como en el cielo o en el infierno? ¡Bienvenidos a un nuevo intervalo en su vida. No tiene nada que temer, es solo otra estación en el tránsito hacia usted mismo, siendo el mismo, sin ya ser el mismo! ¡Para eso estamos acá, para acompañarlo en este su nuevo ciclo!
Al menos para mi generación, el primer gran héroe del cine que entró en la tercera edad -en muy buena forma, hay que decirlo- fue Sean Connery, el más grande de los James Bond que la gran pantalla ha visto. No fue de sopetón, más bien paulatinamente, sin agriarse, ni deformarse el rostro para confundir a la gente. Era un proletario escocés, con un marcado acento, y la reciedumbre de su gente. Aun así logró interpretar el primer Bond del cine, sofisticado y cosmopolita, desalmado y mujeriego. Hoy día sería ceniza entre las lenguas de fuego de la cancelación y el aburrimiento de los bien portados.
Más recientemente le tocó a Harrison Ford mostrarse en la plenitud de la tercera, sin prótesis faciales para verse más joven -o más viejo, como hacen algunos actores jóvenes- en la melancólica última entrega de la saga del explorador y catedrático, Indiana Jones and the Dial of Destiny. Tanto el personaje como el actor que lo interpreta dan una dignificante lección de cómo llegar a viejo sin morir en el intento. Indiana siempre termina mallugado, pero con una sonrisa entre traviesa y burlona, y sus tics y fobias nos son tan familiares que parecen nuestras.
Y , en su caso, el bien siempre triunfa sobre el mal, nazis con botas de montar y la maldad grabada en los espejuelos (por alguna razón estos nacionalsocialistas siempre llevan espejuelos, aún perteneciendo a una raza superior). Y pensar que Indi -como lo llamamos sus allegados- ya alcanzó la edad de su padre representado entonces por el mismísimo Sean Connery en la tercera edad que lo ennobleció trasmutando sus genes obreros.
Ah, pero la tercera edad del ciudadano de a pie no tiene tanto glamour, más bien uno que otro relumbrón digno de recordar y algún resbalón digno de extraviar. La primera vez que decide uno aprovechar sus ventajas y “colearse” en la fila de la tercera edad, en un banco, aeropuerto o cine (por cierto siempre señalizados con una figura torcida como un gancho y con bastón al lado de una señora barrigona a punto de dar a luz), y toma su lugar haciéndose el loco, silvandito, a la espera vergonzante de que alguien le grite, “salte de allí manganzón, esa fila es para los mayores”, pero la gente sigue atenta a sus asuntos, y para vergüenza íntima, un solícito empleado se acerca amablemente y te suelta, “cuidado maestro, no se me vaya a resbalar, se fracture la cadera y tengamos que llevarlo al hospital. Agárrese de mí, aquí estamos para servirle”. ¡Dios!
Hay otra bienvenida a la innombrable, el amable y jacarandoso que te saluda con efusividad, “hermano, se te ve muy bien” y te preguntas, ¿por qué será que me veo tan bien?, te das cuenta que es relación a… eso. Y entiendes que sólo los deportistas de 25 años, luego de una lesión, pueden recibir sin suspicacias un: “hermano, se te ve muy bien”. Agrupas tu hidalguía ficticia de James Bond e Indiana Jones y con Cortijo y su Combo en boca de Maelo sueltas: Chumba la candela máquinolandera, chumba la candela máquinolandera …